Orfeo. V La muerte de Orfeo


Recopilación exclusivamente sin fines de lucro para las Adicciones.
Edouard Schure – Los Grandes Iniciados
Orfeo.

V

La muerte de Orfeo

Los robles de la selva bramaban fustigados por la tempestad en las faldas del monte Kaukaión; el trueno rugía a golpes redoblados sobre las rocas desnudas y hacía temblar el templo de Júpiter hasta en sus cimientos. Los sacerdotes de Zeus estaban reunidos en una cripta consagrada del santuario, y, sentados en sus asientos de bronce, formaban un semicírculo. Orfeo estaba en el centro, como un acusado. Estaba más pálido que de costumbre; pero una llama profunda salía de sus ojos serenos.

El más anciano de los sacerdotes elevó su voz grave como la luz de un

juez:

        Orfeo, tú el llamado hijo de Apolo, a quien hemos nombrado

pontífice y rey, a quien hemos dado el cetro místico de los hijos de Dios, reinas sobre la Tracia, por el arte real y sacerdotal. Has elevado en esta comarca los templos de Júpiter y de Apolo, y has hecho relucir en la noche de los misterios el sol divino de Dionisos. Más ¿Sabes bien el peligro que nos amenaza?. Tú que conoces los temibles secretos, tú que más de una vez nos has predicho el porvenir y que de lejos has hablado a tus discípulos apareciéndote en sueños, ¿Ignoras lo que pasa a tu alrededor?. En tu ausencia, las salvajes Bacantes, las sacerdotisas malditas, se han reunido en el valle de Hécate. Guiadas por Aglaonice, la maga de Tesalia, han persuadido a los jefes de las orillas del Ebro para que restablezcan el culto de la sombría Hécate, y amenazan con destruir el templo de los Dioses viriles y todos los altares del Altísimo. Excitados por sus bocas ardientes, guiados por sus antorchas incendiarias, mil guerreros tracios acampan al pie de esta montaña y mañana asaltarán el templo, excitados por el aliento de esas mujeres vestidas con la piel de pantera, ávidas de la sangre masculina. Aglaonice, la gran sacerdotisa de la tenebrosa Hécate, las conduce; es la más terrible de las magas, implacable y encarnizada como una Furia. Debes conocerla. ¿Qué dices de esto?.

        Lo sabía todo — dijo Orfeo —, y todo ello tenía que llegar.

        Entonces, ¿Por qué no has hecho nada para defendernos?. Aglaonice ha jurado degollarnos sobre nuestros altares, cara al cielo viviente que adoramos. ¿Qué va a ser de este templo, de sus tesoros, de tu ciencia y de Zeus mismo, si nos abandonas?.

        ¿No estoy con vosotros? — continuó Orfeo con dulzura.

        Has llegado; pero demasiado tarde — dijo el anciano —. Aglaonice conduce a las Bacantes y las Bacantes conducen a los Tracios. ¿Les rechazarás con el rayo de Júpiter y con las flechas de Apolo?. ¿Por qué no has llamado a este recinto a los jefes tracios fieles a Zeus para aplastar la rebelión?.

        No es con las armas, sino con la palabra, como se defiende a los Dioses. No hay que combatir a los jefes, sino a las Bacantes. Iré yo solo. Quedad tranquilos. Ningún profano franqueará este sagrado recinto. Mañana terminará el reino de las sanguinarias sacerdotisas. Y sabedlo bien, vosotros que tembláis ante la horda de Hécate, vencerán los dioses celestes y solares. A ti, anciano, que dudabas de mí, dejo el cetro de pontífice y la corona de hierofante.

        ¿Qué vas a hacer? — dijo el anciano asustado. —Voy a unirme a los Dioses... ¡Hasta la vista todos!.

Orfeo salió dejando a los sacerdotes mudos sobre sus asientos. En el templo encontró al discípulo de Delfos, y cogiéndole con fuerza la mano, le dijo:

        Voy al campo de los Tracios. Sígueme.

Marchaban bajo las encinas; la tempestad se había alejado; entre las espesas ramas brillaban las estrellas.

        ¡Ha llegado para mí la hora suprema! — dijo Orfeo —.

Otros me han comprendido, tú me has amado. Eros es el más antiguo de los Dioses, dicen los iniciados; él contiene la clave de todos los seres. También te he hecho penetrar en el fondo de los Misterios; los Dioses te han hablado, tú les has visto!... Ahora, lejos de los hombres, solos ambos, a la hora de su muerte, Orfeo debe dejar a su discípulo amado el enigma de su destino, la inmortal herencia, la pura antorcha de su alma.

        ¡Maestro!: escucho y obedezco — dijo el discípulo de Delfos.

        Caminemos — dijo Orfeo — por ese sendero que desciende. La hora se aproxima. Quiero sorprender a mis enemigos. Sígueme y escucha: graba mis palabras en tu memoria, pero guárdalas como un secreto.

        Se imprimirán en letras de fuego sobre mi corazón; los siglos no las borrarán.

        Tú sabes ahora que el alma es hija del cielo. Has contemplado su origen y su fin y comienzas a recordarlo. Cuando desciende a la carne, ella continúa, aunque débilmente, recibiendo la influencia de arriba. Por nuestras madres, ese soplo potente nos llega al principio. La leche de su seno alimenta nuestro cuerpo; pero de su alma se nutre nuestro ser angustiado por la ahogada prisión de la materia. Mi madre era sacerdotisa de Apolo, mis primeros recuerdos son los de un bosque sagrado, un templo solemne, una mujer que me lleva en sus brazos envolviéndome en su suave cabellera como en un cálido vestido. Los objetos terrestres, los semblantes humanos me llenaban de horrible terror. Pero en seguida mi madre me apretaba en sus brazos, encontraba su mirada y ella me inundaba de una divina reminiscencia del cielo. Pero aquel rayo murió en el gris sombrío de la tierra. Un día mi madre desapareció: había muerto. Privado de su mirada, apartado de sus caricias, quedé espantado de mi soledad. Habiendo visto correr la sangre en un sacrificio, tomé horror al templo y descendí a los valles tenebrosos.

“Las Bacantes asombraron mi juventud. Entonces ya Aglaonice reinaba sobre esas mujeres voluptuosas y refoces. Hombres y mujeres, todos la temían. Ella respiraba un sombrío deseo y aterrorizaba. Esta hija de Tesalia ejercía sobre quienes se aproximaban a ella un atractivo fatal. Por las artes de la infernal Hécate, atraía a las jóvenes a su valle embrujado y las instruía en su culto. Aglaonice había puesto sus ojos sobre Eurídice; se había obstinado en atraer a aquella virgen con un designios perverso, con un amor desenfrenado, maléfico. Quería arrastrar a aquella joven al culto de las Bacantes, dominarla, entregarla a los genios infernales después de haber marchitado su juventud. Ya ella la había envuelto en sus promesas seductoras, en sus encantos nocturnos.

“Atraído yo por no sé qué presentimiento al valle de Hécate, caminaba un día por las altas hierbas de una pradera llena de plantas venenosas. Reinaba el horror en las proximidades de los bosques frecuentados por las Bacantes. Pasaban por ellos bocanadas de perfumes, como el cálido soplo del deseo. Vi a Eurídice, que caminaba lentamente, sin verme, hacia un antro, como fascinada por un objeto invisible. A veces una frívola risa salía del bosque de las Bacantes, otras un extraño suspiro. Eurídice se detenía temblorosa, incierta, y luego continuaba su marcha, como atraída por mágico poder. Sus bucles de oro flotaban sobre sus hombros blancos, sus ojos de narciso nadaban en la embriaguez, mientras marchaba a la boca del Infierno. Pero yo había visto el cielo latente en su mirada. — ¡Eurídice! — exclamé, cogiendo su mano. — ¿A dónde vas? — Como despierta de un sueño, lanzó un grito de horror y de salvación, y cayó en mi seno. Entonces el divino Eros nos dominó; y por una mirada, Eurídice y Orfeo, fueron esposos para siempre”.

“Entre tanto, Eurídice, que me había abrazado en su temor, me mostró la gruta con un gesto de espanto. Me aproximé, y vi allí una mujer sentada. Era Aglaonice. Cerca de ella, una pequeña estatua de Hécate en cera pintada de rojo, de blanco y de negro, que tenía un látigo. Ella murmuraba palabras encantadas haciendo mover su rueca mágica, y sus ojos fijos en el vacío parecían devorar su presa. Rompí la rueca, pisoteé la Hécate, y atravesando a la maga con la mirada, exclamé: “¡Por Júpiter!. ¡Te prohíbo pensar en Eurídice, bajo pena de muerte!. Porque, sábelo, los hijos de Apolo no te temen”.

“Aglaonice, suspensa, se retorció como una serpiente bajo mi gesto y desapareció en su caverna, lanzándome una mirada de odio mortal”.

“Conduje a Eurídice a las proximidades del templo. Las vírgenes del Erebo, coronadas de jacinto, cantaron: ¡Himeneo!, ¡Himeneo! a nuestro alrededor, y conocí la felicidad”.

“La luna sólo tres veces había cambiado, cuando una Bacante, empujada por la hija de Tesalia, presentó a Eurídice una copa de vino, que le daría, a su decir, la ciencia de los filtros y de las hierbas mágicas. Eurídice, curiosa, la bebió y cayó muerta. La copa contenía un veneno mortal”.

“Cuando vi la hoguera que consumía a Eurídice; cuando vi la tumba cubrir sus cenizas; cuando el último recuerdo de su forma viviente hubo desaparecido, exclamé: “¿Dónde está su alma?”.

Partí desesperado y erré por toda Grecia. Pedí su evocación a los sacerdotes de Samotracia; la busqué en las entrañas de la tierra, en el cabo Tenaro; en vano. Por fin llegué al antro de Trofonio. Allí, ciertos sacerdotes conducían a algunos visitantes temerarios por una grieta del suelo, hasta los lagos de fuego que hierven en el interior de la tierra, y haciéndoles ver lo que allí pasa. Durante el descenso, se entra en éxtasis, y la segunda vista se abre. Se respira apenas, la voz se apaga, no se puede hablar más que por signos. Unos se vuelven a la mitad del camino, otros persisten y mueren asfixiados; la mayor parte de los que salen vivos se vuelven locos. Después de haber visto lo que ninguna boca debe decir, subí a la gruta y caí en profundo letargo. Durante aquel sueño de muerte se me apareció Eurídice. Ella flotaba en un nimbo, pálida como un rayo lunar, y me dijo: “Por mí has desafiado al infierno, me has buscado entre los muertos. Heme aquí; vengo a verte a tu voz. No habito el seno de la Tierra, sino la región del Erebo, el cono de sombra entre la Tierra y la Luna. Giro en torbellinos en ese limbo, llorando como tú. Si quieres libertarme, salva a Grecia dándole la luz. Entonces yo, volviendo a encontrar mis alas, subiré hacia los astros, y me volverás a encontrar en la luz de los Dioses. Hasta entonces me es preciso errar en la esfera turbia y dolorosa...”. Por tres veces la quise coger; por tres veces se desvaneció en mis brazos como una sombra. Oí únicamente como un sonido de cuerda que se desgarra; luego una voz débil como un soplo, triste como un beso de adiós, murmuró: ¡Orfeo!”.

“A esta voz me desperté. Aquel nombre, dado por un alma, había transformado mi ser. Sentí pasar por mí el sagrado escalofrío de un deseo inmenso con el poder de un amor sobrehumano. Eurídice, viva, me hubiese dado la embriaguez de la dicha; Eurídice, muerta, me hizo encontrar la Verdad. Por amor he revestido yo el hábito de lino, dedicándome a la grande iniciación y a la vida ascética; por amor he penetrado en la magia y buscado la ciencia divina; por amor atravesado las cavernas de Samotracia, los pozos de las Pirámides y las tumbas de Egipto. He rebuscado en la muerte para encontrar la vida, y sobre la vida he visto los limbos, las almas, las esferas transparentes, el Éter de los Dioses. La tierra me ha abierto sus abismos, el cielo sus templos flameantes. He arrancado la ciencia, oculta bajo las momias. Los sacerdotes de Isis y de Osiris me han entregado sus secretos. Ellos sólo tenían aquellos Dioses; yo tenía a Eros. Por él he hablado, he cantado, he vencido. Por él he deletreado el verbo de Hermes y Zoroastro; por él he pronunciado el de Júpiter y Apolo”.

“Mas la hora ha llegado de confirmar mi misión por mi muerte. Otra vez me es preciso descender a los infiernos para subir de nuevo al cielo. Escucha, hijo querido: tú llevarás mi doctrina al templo de Delfos y mi ley al tribunal de los Anfictiones. Dionisos es el sol de los iniciados; Apolo será la luz de la Grecia; los Anfictiones los guardianes de su justicia”.

El hierofante y su discípulo habían llegado al fondo del valle. Ante ellos, un claro, grandes macizos de bosques sombríos, tiendas y hombres echados. Orfeo marchaba tranquilamente por medio de los Tracios dormidos y fatigados de una orgía nocturna. Un centinela que vela aún, le pidió su nombre.

        Soy un mensajero de Júpiter; llama a tus jefes — le respondió Orfeo. “¡Un sacerdote del templo!...”. Este grito, lanzado por el centinela, se reparte como una señal de alarma en todo el campo. Se arman; se llaman; las

espadas brillan; los jefes acuden asombrados y rodean al pontífice.

        ¿Quién eres?. ¿Qué vienes a hacer aquí?.

        Soy un enviado del templo. Vosotros todos, reyes, guerreros de Tracia, renunciad a luchar con los hijos de la luz y reconoced la divinidad de Júpiter y de Apolo. Los Dioses de las alturas os hablan por mi boca. Vengo como amigo si me escucháis; como juez si rehusáis oírme.

        Habla — dijeron los jefes.

En pie, bajo un gran olmo, Orfeo habló. Habló de los beneficios de los Dioses, del encanto de la luz celestial, de la vida pura que llevaba en la cima con sus hermanos iniciados, bajo el ojo del Gran Uranos, y lo que quería comunicar a todos los hombres, prometiendo apaciguar las discordias, curar a los enfermos, mostrar las simientes que producen los mejores frutos de la tierra, y aquéllas aún más preciosas que producen los divinos frutos de la vida: la alegría, el amor, la belleza.

Y mientras así hablaba, su voz grave y dulce vibraba como las cuerdas de una lira, y penetraba más y más en el corazón de los Tracios sobresaltados. Del fondo de los bosques, las Bacantes curiosas, con sus antorchas en mano, habían llegado también, atraídas por la música de una voz humana. Apenas vestidas con la piel de panteras, vinieron a mostrar sus pechos morenos y sus talles soberbios. Al resplandor de las nocturnas antorchas, sus ojos brillaban de lujuria y de crueldad. Pero, calmadas poco a poco por la voz de Orfeo, se agruparon a su alrededor o se sentaron a sus pies como bestias feroces domadas. Unas, sobrecogidas de remordimiento, fijaban en tierra una sombría mirada; otras escuchaban como encantadas. Y los Tracios emocionados, murmuraban entre ellos: “Es un Dios el que habla; es el mismo Apolo que encanta a las Bacantes”.

Entre tanto, desde el fondo del bosque, Aglaonice espiaba. La gran sacerdotisa de Hécate, viendo a los Tracios inmóviles y a las Bacantes encadenadas por una magia más fuerte que la suma, sintió la victoria del cielo sobre el infierno, y su poder maldito hundirse en las tinieblas, de donde había salido, bajo la palabra del divino seductor. Ella enrojeció, y lanzándose ante Orfeo con un esfuerzo violento, dijo:

        ¿Decís que es un Dios?. Y yo les digo que es Orfeo, un hombre como vosotros, un mago que os engaña, un tirano que se ciñe vuestras coronas.

¿Decís un Dios?. ¿El hijo de Apolo?. ¿Él?. ¿El sacerdote?. ¿El orgulloso pontífice?. ¡Lanzaos sobre él!. ¡Si es Dios, que se defienda..., y si yo miento, desgarradme en pedazos!.

Aglaonice venía seguida de algunos jefes excitados por sus maleficios e inflamados por su odio. Ellos se arrojaron sobre el hierofante. Orfeo lanzó un gran grito y cayó atravesado por sus espadas. Él tendió la mano a su discípulo, y dijo:

        ¡Yo muero; más los Dioses viven!.

Luego, expiró. Inclinada sobre su cadáver, la maga de Tesalia, cuyo semblante se parecía ahora al de Tisífona, espiaba con salvaje alegría el último suspiro del profeta, y se preparaba a obtener un oráculo de su víctima. Más, a su grande espanto, aquella faz cadavérica se reanimó al resplandor flotante de la antorcha; una palidez rojiza se esparció por el semblante del muerto; sus ojos se abrieron agrandados, y una mirada profunda, dulce y terrible, se fijó sobre ella..., mientras una voz extraña — la voz de Orfeo — se escapaba otra vez de aquellos labios temblorosos para pronunciar distintamente estas cuatro sílabas, melodiosas y vengadoras:

        ¡Eurídice!.

Ante aquella mirada, ante aquella voz, la sacerdotisa espantada se hizo atrás, exclamando: “¡No ha muerto!. ¡Van a perseguirme!. ¡Para siempre!.

¡Orfeo..., Eurídice!...”. Diciendo estas palabras, Aglaonice desapareció como fustigada por cien Furias. Las Bacantes aterradas y los Tracios, sobrecogidos por el horror de su crimen, huyeron en la oscuridad, lanzando gritos de angustia.

El discípulo quedó solo al lado del cuerpo de su maestro. Cuando un rayo siniestro de Hécate iluminó el lino ensangrentado y la pálida faz del gran iniciador, le pareció que el valle, el río, las montañas y las selvas profundas gemían como una gran lira.

El cuerpo de Orfeo fue quemado por sus sacerdotes, y sus cenizas llevadas a un santuario lejano de Apolo, donde fueron veneradas como las de un Dios. Ninguno de los rebeldes osó subir al templo de Kaukaión. La tradición de Orfeo, su ciencia y sus misterios se perpetuaron allí, y se difundieron por todos los templos de Júpiter y Apolo. Los poetas griegos decían que Apolo estaba celoso de Orfeo, porque se invocaba a éste más frecuentemente. La verdad es que cuando los poetas cantaban a Apolo, los grandes iniciados invocaban el alma de Orfeo, salvador y profeta.

Más tarde, los Tracios convertidos a la religión de Orfeo, contaron que aquél había bajado a los infiernos para buscar allí el alma de su esposa, y que las Bacantes, celosas de su amor eterno, le habían despedazado; su cabeza fue lanzada al Ebro por sus ondas tempestuosas, llamaba aún: “¡Eurídice!.

¡Eurídice!”.

De este modo, los Tracios cantaron como profeta a quien habían matado como criminal, y que por su muerte hubo de convertirles. Así, el verbo órfico se infiltró misteriosamente en las venas de la Helenia por las vías secretas de los santuarios y de la iniciación. Los dioses se armonizaron a su voz como en el templo un coro de iniciados a los sones de una lira invisible, y el alma de Orfeo se convirtió en el alma de Grecia.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Los espejismos que esclavizan a la humanidad.

Parte I

¿Qué es la muerte?