Material compilado únicamente para las Adicciones sin
fines de Lucro.
La
Luz de Asia.
Edwin
Arnold.
Libro Cuarto.
Pero cuando transcurrieron los
días partió nuestro Señor —como debía suceder—, y hubo gemidos en la casa dorada,
el Rey estaba desolado y afligido todo el país, pero se llevó a cabo también la
liberación de todos los seres, y esta Ley que liberta a cuantos la escuchan. La noche india se extendía
dulcemente en las llanuras, en la época de luna llena, en el mes de Tchaitra Shud60,
cuando enrojecen los manglares, y los asokas61 perfuman la brisa, y se acerca el día en que
se conmemora el aniversario del nacimiento de Rama, y son felices todos los campos y las
ciudades. Caía dulcemente esa noche sobre Vishramvan, embalsamada de flores, sembradas de estrellas
sin cuento y refrescada por las brisas que venían de las nevadas cimas del
Himalaya; porque la luna apareció tras los picachos del Este, subió por la bóveda estrellada,
derramó su claridad sobre las hirvientes olas del Rohini, sobre los montes, los valles y la
adormecida llanura, y plateó la techumbre de la casa feliz en la que dormían todos, salvo los
centinelas de las puertas exteriores que gritaban la palabra de guardia: Mudra, y la
respuesta: Angana, cuando batían los tambores para una ronda.
Descansaba la tierra silencios, y
sólo se oían los aullidos de los rondadores chacales y el chirrido incesante de los grillos
en los jardines. La luna brillaba a través de las
piedras caladas, iluminaba los muros de nácar y los pavimentos de mármol veteado, y
sus rayos iluminaban una reunión tan exquisita de indias jóvenes, que parecía que fuese
una cámara deliciosa de paraíso habitada por las Devis62. Todas las hermosuras escogidas de
la casa del príncipe Siddartha estaban reunidas ahí, las más encantadoras y las más
felices de la corte; cada una era tan adorable en su tranquilo sueño, que dirías: “Esta es la
perla de todas”. Pero mirando a su vecina de la derecha, después a la de la izquierda,
encontraríais a cada una más bella, y vuestra vista, cautivada,
60 Este mes corresponde al fin de
marzo y principios de abril.
61 Asoka (sánscrito: a privativo;
soka, tedio), arbusto consagrado a Siva.
62 Diosas (femenino de Devas) que
habitan el Swarga, paraíso de Indra.
habría vagado de hermosura en
hermosura, como vaga de joya en joya, atraída por el brillo de cada una de ellas, cuando se
admira un trabajo de orfebrería. Descansaban en su gracia indolente, con sus miembros
morenos velados en parte y en parte descubiertos; sus cabellos lustrosos estaban atados hacia
atrás por coronas de oro o de flores, o rodaban en olas negras sobre sus nucas y sus graciosos
cuellos. Sumergidas en sueños encantadores por la fatiga de sus juegos, dormían cansadas como
pájaros que cantan y aman todo el día, y luego ocultan la cabeza bajo el ala hasta que
la aurora los invita nuevamente a las canciones y el amor.
Lámparas de plata cincelada
suspendidas del techo por cadenas de plata y llenas de perfumados aceites, hacían con
los rayos de la luna una suave luz que permitía ver las formas perfectas de estas
encantadoras muchachas, sus senos que se elevaban apaciblemente, sus manos
teñidas63, abiertas o cerradas, sus bellos rostros sombríos de arqueadas cejas, sus labios
entreabiertos, sus dientes semejantes a las perlas que ensarta un mercader para hacer un collar,
sus ojos de sedosos párpados, cuyas pestañas, abatidas, caían sobre sus tiernas mejillas, sus
puños redondos, sus finos piececillos cubiertos de campanillas y de ajorcas que
tintineaban dulcemente cuando alguna se agitaba, y la hacían soñar, sonriendo con alguna danza
nueva estimada por el Príncipe, que le daba una sortija maravillosa, dulce presente de
amor. Allí estaba recostada una joven, con la vina cerca de la mejilla y los menudos dedos
oprimiendo aún las cuerdas, como cuando tocaba las últimas notas de su canción para
adormecer sus brillantes ojos, hasta que se cerraron. Otra dormía, teniendo entre los brazos un
antílope del desierto, cuya fina cabeza, ornada de cuernos negros y oblicuos, se ocultaba
entre sus senos, en los que encontrara un suave nido; el gracioso animal se ocupaba en
comer rosas rojas, cuando la muchacha y él se adormecieron, y la mano
entreabierta aún tenía una rosa medio comida, mientras uno de sus pétalos se enrollaban en los
belfos de la bestia.
Más allá dos amigas se
adormecieron juntas, mientras trenzaban guirnaldas de mogra, cadena salpicada de flores
que las unía estrechamente en un abrazo fraternal, miembros contra miembros y corazón contra
corazón, la una acostada sobre flores y la otra sobre su amiga. Otra, antes de
dormirse, ensartaba piedras para hacer un collar; ágatas, ónices, sardónicas, corales y selenitas;
un cordón de color deslumbrante brillaba alrededor de su muñeca, y tenía la piedra que
debía terminar el collar: una turquesa verde, incrustada de divinidades y de inscripciones de oro.
Arrulladas por el murmullo del riachuelo del jardín, se habían acostado así sobre los
tapices apilados, parecidas a rosas nuevas de cerradas hojas, que esperan la aurora para
abrirse y embellecer a la luz del día. Tal era la antecámara del Príncipe pero cerca de la franja
del purdah dormían las más bellas: Gunga y Gotami, las primeras sacerdotisas de esta
silenciosa mansión del amor.
El purdah colgaba, purpúreo y
azul, con bordados de oro, a lo largo de una portada de sándalo esculpido; tres
escalones conducían a la cámara magnífica en la que estaba el lecho nupcial colocado sobre
un estrado cubierto con telas de plata, en las que se hundían los pies como sobre una capa de
flores de nim. Todos los muros estaban cubiertos de perlas arrancadas a las olas de Lanka64;
y en el lecho de alabastros, ricos mosaicos de lapislázuli, de jade, jacinto y jaspe,
representando lotos y pájaros, se desarrollaban alrededor de la cúpula, sobre los muros y sobre los
encuadramientos de las rejas talladas, por donde penetraban, con la luz de la luna y la brisa,
los perfumes de las campánulas y los jazmines; pero no
63 Las mujeres indias se tiñen
con carmín las palmas de las manos.
64 Antiguo nombre de la isla de
Ceilán.
había gracia y ternura
comparables a las que esparcían en este sitio el Príncipe encantador de los Sakyas y su esposa, la
adorable Yasodhara.
Incorporada a medias sobre su
blando cojín al lado del príncipe, con el tchuddar65 que se le había deslizado hasta
la cintura y con la frente entre las manos, la amable princesa se inclinaba suspirando y dejaba
correr lentamente sus lágrimas. Con sus labios tocó tres veces la mano de Siddartha, y
luego gimió: “Despierta, ¡oh Señor! ¡Habla para tranquilizarme!”
“¿Qué tienes? —respondió él—, ¡oh
vida mía!” Pero ella continuó gimiendo, sin poder proferir una palabra;
después dijo: “¡Ay Príncipe mío! Me había dormido feliz, porque el hijo tuyo que llevo en mi seno
se agitó esta noche, y mi corazón latió con esta doble pulsación de vida, de felicidad y
de amor, cuya música jubilosa me encantaba; pero ¡ay! en mi sueño vi tres presagios
nefastos, cuya imagen espanta aún mi corazón. Vi un toro blanco de inmensos cuernos, el rey de
los pastos, que pasaba por las calles, llevando en frente una joya que brillaba como una
estrella o como la piedra khanta que guarda la gran Serpiente66 para producir bajo la tierra una
luz tan deslumbradora como la del día. Pasaba lentamente por las calles, se dirigía hacia
las puertas, y nadie podía detenerlo, aunque una voz que venía del templo de Indra gritaba: “Si
no lo detenéis, terminará la gloria de la ciudad”. Y sin embargo, nadie podía detenerlo.
Entonces me puse a llora
gritando, y rodeé su cuello con mis brazos, con todas mis
fuerzas, y ordené que cerraran las puertas; pero este rey de los toros bramó, y sacudiendo ligeramente
su orgullosa cabeza, se escapó a mi abrazo, derribó las barreras y pasó derribando a los
guardias. El otro extraño sueño fue el siguiente: cuatro Apariciones espléndidas, de ojos
relampagueantes, tan bellas que parecían a los Regentes de la tierra que viven en el
monte Sumeru, brillaron en el cielo en medio de un innumerable cortejo de Seres celestes, y
rápidamente se transportaron a los muros de nuestra ciudad, donde vi el estandarte de oro de
Indra flotar sobre la puerta y caer; y repentinamente se levantó en la plaza una gloriosa bandera,
cuyos pliegues todos refulgían con los fuegos de rubíes sembrados en abundancia en hilos
de plata, haciendo lucir palabras nuevas y sentencias eficaces que hacían felices a
todas las criaturas, y por el Oriente se levantó el viento de la aurora, que desplegó los pliegues
refulgentes de la bandera par que todo el mundo pudiese leer, lloviendo sobre ella
maravillosas flores, cortadas en no se qué país, de colores desconocidos en nuestros jardines”. Entonces dijo el Príncipe: “Todo
esto, mi flor de loto, era grato verlo”.
“¡Ay mi Señor! —dijo la Princesa;
oí en seguida una voz espantosa que gritó:
“¡Se acerca el tiempo, el tiempo
está próximo!” Luego vino el tercer sueño; como yo quería tocarte, mi querido Señor, ¡ay!
encontré sobre nuestro lecho una almohada sin ajar y un traje vacío. ¡Ya no había nada de
ti, de ti que eres una luz y mi vida, mi Rey, mi universo! Y completamente dormida, me
levanté y vi tu cinturón de perlas, que está ahí, atado bajo mi seno, que se transformaba en
una serpiente que me mordía; las ajorcas de mis tobillos cayeron, mis anillos de oro se
quebraron, los jazmines anudados a mis cabellos se redujeron a polvo; nuestro lecho nupcial
fue volcado y desgarrado el purdah de púrpura; entonces, a lo lejos, oí bramar al toro
blanco, y a lo lejos flotaba la bandera bordada, y de nuevo repercutió este grito: “¡Llegó el tiempo!”
Pero a este grito, que todavía agita mi alma, desperté ¡Oh Príncipe!, ¿Qué pueden
significar estas semejantes visiones, si no es que debo morir, o,
65 (Ind.) Chal.
66 Según las creencias de los
indios, existe bajo la tierra una serpiente inmensa. Hay en los alrededores de Delhi
un pilar de hierro de 50 pies de longitud, erigido en el tercero o cuarto siglo
antes de Cristo por el rey Dhava; según la leyenda, este clavo gigantesco fue
hundido en ese lugar por este monarca para traspasar a la gran Serpiente.
lo que es peor que cualquier
muerte que debes abandonarme, o que te arrebatarán de mi lado?” Siddartha posó en su afligida
mujer una mirada dulce como la postrera sonrisa del sol poniente, y dijo:
“¡Consuélate, amada, si el consuelo reside en una amor inmutable! Porque aunque tus sueños sean las
sombras de cosas que están por venir, y por más que los dioses se hayan conmovido en sus
pedestales, y acaso el mundo esté en víspera de encontrar un socorro; aunque a ti y a mí
nos suceda cualquier cosa, está segura que amé y amo a Yasodhara. Sabes que desde hace muchos
meses pienso en la manera de salvar al mundo miserable que vi, y cuando llegue
el momento sucederá lo que tenga que suceder. Pero si mi alma está afligida por almas
desconocidas, y si padezco por males que no son los míos, piensa como mis alados
pensamientos deben cernerse sobre todas estas existencias, entre las cuales se difunde la mía y
que me son tan caras; la tuya es la más querida para mí, la más encantadora, la mejor y la
más próxima a mi corazón.
¡Ah! Tú que eres la madre de mi hijo, tú cuyo cuerpo se unió al
mío para engendrar esta dulce esperanza, mi espíritu recorre las tierras y los mares —tan
lleno de compasión por los hombres como la paloma de rápido vuelo está llena de ternura por
su nidada—, pero torna siempre al hogar, con alas felices y temblorosas de pasión las plumas,
hacia ti, que eres la más exquisita de mi especie, la más perfecta, la más tierna, y que
eres más mía que todas las cosas. Así es que, cuando llegue más tarde, acuérdate de este toro
altivo que bramaba, de esta bandera adornada de joyas, que, en tu sueño, agitaba sus
pliegues, y está segura de que siempre te he amado, de que te amo siempre, y de que lo que
busco para todos lo busco sobre todo para ti. Pero consuélate más todavía pensando que reinará
la paz sobre la tierra, gracias a nuestro sufrimiento, y recibe en este beso todo lo que puede
expresar de gratitud un amor fiel y cuánto puede imaginar de bendiciones. Es muy poco, ¡ay!
porque la fuerza del mismo amor es muy débil. Bésame en la boca, y bebe estas palabras
que mi corazón vierte en el tuyo, para que sepas lo que otros ignoran; que te amo más
que a todas las almas vivientes, para las cuales tengo, sin embargo, un amor tan profundo.
¡Ahora, quédate aquí, princesa!, porque quiero levantarme y velar”.
Entonces ella se durmió,
llorando, pero gimió en sueños, porque se le apareció la misma visión y escuchó de nuevo
estas palabras: “¡Ha llegado la hora, ha llegado la hora!” No obstante, Siddartha desvió de
ella sus miradas, y he aquí que la luna brilló en el signo de Cáncer, y las estrellas de plata,
colocadas como había sido predicho largo tiempo antes, dijeron: “He aquí la noche; elige el
camino de la grandeza o el de la bondad; escoge entre reinar como un Rey de reyes, o
vagar solitario sin corona y sin hogar, para salvar el mundo”. Entonces los soplos de
las tinieblas cuchichearon nuevamente a sus oídos los consejos que los Devas le dieran por la
voz del viento, y seguramente los Dioses rodearon y acecharon a nuestro Señor, que
contemplaba los astros brillantes.
“¡Quiero partir —dijo—; llegó la
hora! Tus tiernos labios, amada que duermes, me obligan hacer lo que debe
salvar a la tierra, pero vamos a separarnos; y en el silencio de este cielo, leo mi destino en
letras relucientes. Logro el fin hacia el cual me encamino desde hace tantos días y tantas noches,
porque no quiero la corona que pudiera ser mía, rehúso estos reinos que esperan el
relámpago de mi espada desnuda; no rodará mi carro, con ruedas ensangrentadas de victoria en
victoria, para que la tierra conserve de mi nombre un rojo recuerdo. Prefiero recorrer sus
senderos con mis pies inmaculados y pacientes, haciendo mi lecho de su polvo, de sus
desiertos mi morada, y mis compañeros de sus cosas más viles, sin otros vestidos que los que
llevan los descastados, sin otro alimento que el que me den las gentes caritativas, sin otro
abrigo que las cavernas obscuras o las malezas de los juncales. He aquí lo que
haré, porque los gritos desgarradores de la vida y de todos los seres vivientes penetran en mis oídos, y toda mi
alma está llena de piedad para la miseria de este mundo, al que salvaré, si es
posible, por una abdicación absoluta y una lucha encarnizada.
Porque, ¿Cuál de los dioses,
grandes o pequeños, posee el poder y la compasión? ¿Quién los ha visto? ¿Qué han hecho para
ayudar a sus adoradores? ¿Para qué le sirve al hombre rogar, pagar el diezmo del grano y del
aceite, cantar las fórmulas mágicas, inmolar víctimas que aúllan, edificar templos
magníficos, sostener a los sacerdotes e invocar a Visnú, Siva, Surya, que no salvan a nadie —ni
aun al más digno— de los males enumerados en estas letanías de adulación y de temor
que suben cada día, como humo vano? ¿Algunos de mis hermanos, por este medio, escapó
a los sufrimientos de la vida, a las amargas penas del amor y a la pérdida del objeto
amado, a la fiebre ardiente que nos hace estremecer, a las lentas injurias de la vejez que
debilita el espíritu y el cuerpo, a la horrible muerte sombría, y a la que después nos aguarda
hasta que haya girado nuevamente la rueda, y nuevas existencias hagan nacer dolores nuevos,
nuevas generaciones llenas de nuevos deseos que concluyen en los antiguos desencantos?
¿Alguna de mis tiernas hermanas recogió los frutos de sus ayunos o la cosecha de sus
himnos; se le evitó el dolor de la procreación por una ofrenda de leche cuajada muy blanca, o un
adorno de hojas de tulsi? ¡No!
Quizá algunos dioses sean buenos, y otros malos, pero todos
son demasiados débiles para obrar; son a la vez compasivos he implacables, y todos están
—como los hombres— atados a la rueda de la transformación y pasan por existencias
sucesivas. Porque, como parece enseñarlo nuestras Escrituras con razón, una vez comenzada la
vida —cualquiera que sea su lugar de origen y su causa— recorre su cielo de existencias,
ascendiendo del átomo al insecto, al gusano, al reptil, al pez, al pájaro, y a la bestia cubierta
de pelos, y por último hasta el hombre, al demonio, al Deva y al Dios, para descender a la
tierra y al átomo; así estamos emparentados con cuanto existe. ¡Si el hombre, pues,
pudiese salvarse de esta transmigración, el mundo entero participaría en la disipación de esta horrible
ignorancia, cuyo mudo temor es la sombra, y la crueldad el salvaje pasatiempo!
¡Sí, si alguien puede salvar al mundo, y deben existir los medios! ¡Y debe haber un refugio!
Los hombres perecieron helados por los vientos del invierno, hasta que a uno de ellos se le
ocurrió hacer saltar del sílex la roja chispa, partícula del fuego solar, que ocultaba la
piedra fría.
Se hartaban de carne como lobos,
hasta que uno de ellos sembró el trigo, que
brotó como una mala hierba, y que hace vivir, sin embargo, a los hombres; gesticulaban y
balbucían, hasta que una lengua inventó la palabra y los dedos pacientes escribieron el sonido
de las letras. ¿Qué don poseen mis hermanos que no provenga de la investigación, de la lucha
y del sacrificio inspirado por el amor? Si, pues, un hombre poderoso y afortunado,
rico, lleno de salud y con vagares, designado por su nacimiento para reinar, si lo desea, y ser
un Rey de reyes; si un hombre no está agotado por una larga serie de años, sino feliz,
en la primavera de la vida, aún no satisfecho de los deliciosos festines del amor, antes bien,
hambriento de ellos; si un hombre no gastado, arrugado y tristemente sabio, sino alegre en
la gloria y en la gracia que se mezclan a los males de aquí abajo, y libre para elegir a su
capricho de lo que hay de más amable en la tierra; si un ser como lo soy yo, sin pesares, sin
necesidades, sufriendo nada más con los sufrimientos de otros —salvo los inherentes al
hombre—; si un ser como éste, que tiene todo para darlo y lo da todo, abandonando esto por el
amor de los hombres, y gastando después él mismo su vida en la investigación de la
verdad, para arrancar el secreto de la liberación —sea que se oculte en los infiernos o en los
cielos, sea que permanezca ignorado muy cerca de nosotros, en el seno de las cosas—,
seguramente al final, muy lejos; no sé cuándo ni cómo, se levantará ante sus ojos el velo desgarrando
las tinieblas, se abrirá el camino a sus pies doloridos, alcanzará el fin por el cual
repudiara el imperio del mundo, y la Muerte encontrará a su Señor.
Es lo que quiero hacer, yo que
tengo un reino que perder; lo quiero porque amo a mi reino, porque mi corazón late al
unísono de todos los corazones que sufren, conocidos o desconocidos, de los millones de
seres que son míos o lo serán, y serán salvados por el sacrificio que desde ahora ofrezco. ¡Oh
estrellas consejeras, voy! ¡Oh tierra afligida, por ti y los tuyos renuncio a mi juventud,
a mi trono, a mis júbilos, a mis días dorados, a mis noches, a mi palacio feliz y a tus brazos
querida Reina, a los que abandono con más pena que a los demás! Pero también a ti te
salvaré salvando a la tierra; y al que se agita en tu tierno seno, a mi hijo, flor oculta de
nuestros amores, que debilitaría mi resolución si lo esperase para bendecirlo. ¡Oh esposa mía!
¡hijo mío! ¡padre mío! ¡pueblo mío! Es necesario que experimentéis durante algún tiempo la angustia
de esta hora, para que brille la luz y todas las criaturas aprendan la Ley. Ahora
estoy decidido, quiero partir, y no tornaré antes de encontrar lo que busco, si deben triunfar
mis fervorosas investigaciones y mis esfuerzos”.
Tocó entonces con su frente los
pies de la Princesa, derramó una inefable mirada de adiós sobre su rostro
adormecido, bañado todavía de lágrimas, y suavemente dio tres vueltas entorno del lecho, con
respeto, como si fuese un altar, con las manos juntas sobre su agitado corazón: “Para siempre
jamás me acostaré ahí.” Y tres veces intentó irse, tres veces regresó, tan poderosa era la
hermosura de Yasodhara, tan grande era el amor del Príncipe. Luego, alzando el vestido sobre
su cabeza, se volvió y levantó un extremo del purdah. Ahí descansaba el adorable grupo
de sus jóvenes indias, en un sueño profundo como el del lirio de agua; de un
lado y otro estaban Gunga y Gotami, como botones gemelos del loto de pétalos sombríos,
cerca de sus hermanas de sedosas hojas. “Sois encantadoras, mis dulces amigas —dijo—, y me es
penoso abandonaros, pro si no os dejo, a todos nos herirán la vejez fatal y la
muerte inexorable.
Tal y como descansáis en vuestro
sueño, moriréis, y cuando la rosa muere,
¿Dónde van su perfume y su esplendor? Cuando se apaga la lámpara, ¿Dónde vuela su
llama? ¡Oh noche, entorpece sus párpados cerrados, y sella sus labios para que ninguna lágrima,
ninguna voz fiel me detenga! Porque mientras más feliz hicieron mi vida estas jóvenes,
me es más amargo pensar que ellas y yo, y todas las criaturas, viven como los árboles, que nacen
en la primavera, soportando tantas lluvias, heladas e inviernos, luego cubriéndose de
hojas muertas, para renacer quizá en la primavera o ser derribados por el hacha. ¡No quiero que esto
suceda, yo, cuya vida aquí era la de un Dios! No lo querré, aunque todos mis días
fuesen divinos, mientras los hombres giman en las tinieblas. ¡Adiós, pues, amigas mías!
Mientras pueda ser ofrendada mi vida, la ofrendo, y me voy a buscar la liberación y la
Luz desconocida.”
Después, pasando suavemente en
medio de las jóvenes dormidas, Siddartha entró en la noche, cuyos ojos, ya
vigilantes estrellas, lo miraban con amor; cuyo soplo, el viento vagabundo, besó la orla flotante
de su túnica; las flores del jardín, plegadas por la aurora,
habrían sus aterciopeladas
corolas, para ofrendarle sus perfumes con sus incensarios rosados y purpúreos; en el campo, del
Himalaya al mar de las Indias, pasó un calofrío, como si el alma de la tierra estuviera
agitada por desconocida esperanza; y los libros santos que narran la historia de nuestro Señor
dicen también que suaves y celestes músicas resonaron, tocadas por bandadas de Apariciones
brillantes que se aglomeraban del Este y del ocaso, iluminando la noche y sembrando la alegría
en el espacio, al Norte y al Sur. Además, los cuatro temidos Regentes de la tierra
descendieron cerca de la puerta del palacio, de dos en dos, con sus brillantes legiones de
Invisibles, de armas de zafiro, de plata, de oro y de perlas; contemplaron con las manos
juntas, al Príncipe indio, que, con los ojos anegados de lágrimas, miraba las
estrellas, y, con los labios cerrados quedó sumergido en sus proyectos de prodigioso amor.
Después avanzó en la obscuridad y
gritó; “¡Tchanna, despierta y haz salir a Kantaka!” “¿Qué quiere mi Señor? —respondió
el conductor del carro, levantándose dulcemente del sitio donde se había acostado
cerca de la puerta—. ¿Cabalgar en la noche, cuando los caminos están
obscuros?” “Habla quedo —dijo Siddartha—, y
trae mi caballo, porque llegó la hora en que debo dejar esta prisión dorada en
la que mi corazón vivió cautivo, para ir en pos de la verdad, que quiero buscar de aquí en
adelante, para la salud de los hombres, hasta que la encuentre”. “¡Ay querido Príncipe! —respondió
el conductor del carro—; ¿hablaron en vano estos hombres sabios y santos,
que observan las estrellas, cuando nos dijeron que esperásemos la época en que el gran hijo del
rey Sudhodana gobernara muchos reinos y sería el Rey de reyes? ¿Queréis partir, y
dejar el mundo y sus riquezas, renunciar a vuestro poder, para tomar el calabazo de los
mendigos? ¿Queréis ir a los desiertos áridos, vos, que poseéis aquí el paraíso de los placeres?”
El Príncipe respondió: “Esto es
lo que quiero, y no poseer tronos; la realeza que deseo vale más que muchos reinos
y que todas las cosas sujetas a mudanza y a la muerte. Tráeme a Kantaka. “Muy honorable Señor —dijo
todavía el conductor del carro—, ¡piensa en la pena de monseñor tu padre! ¡Piensa en
la aflicción de aquella para quién eres la felicidad! ¿Cómo los socorrerías si
comienzas por abandonarles?” Siddartha respondió: “Amigo, es
un falso amor el que se cifra en un objeto amado para extraer de él egoístas
placeres; pero yo, que amo a mi padre y a mi esposa más que a mis propias alegrías, más aún que
a las suyas, parto para salvarlos a ellos y a todas las criaturas si el amor intenso
puede triunfar; ve y tráeme a Kantaka”.
Entonces Tchanna dijo: “Maestro,
voy contigo”. Y después fue tristemente a la cuadra, tomó el bocado de plata,
las bridas, el pretal y la barbada, ató las correas, enganchó las hebillas y sacó a Kantaka;
luego lo ató a una anilla, lo peinó y lo enjaezó, acariciando su piel nivosa, brillante como seda;
colocó sobre el corcel el numdah67 cuadrado, lo cubrió con la gualdrapa, sobre la cual puso
la silla magnífica, apretó las cinchas cuajadas de piedras preciosas, apretó las correas de
atrás y la martingala, bajó los estribos de oro cincelado, por último cubrió todo con una red de
seda dorada, sembrada de bellotas de perlas, y condujo el soberbio corcel a la puerta del
palacio, donde se encontraba el Príncipe, y el caballo, feliz de ver a su amo, relinchó
alegremente, dilatando los ollares escarlatas, y las Escrituras dicen:
“Seguramente todo el mundo
hubiera oído el relincho de Kantaka, y el piafar de sus cascos ferrados, si los Devas no
hubiesen colocado sus alas invisibles sobre las orejas de los que dormían y no les hubiesen
impedido, de esta manera oír”. Siddartha inclinó afectuosamente
la cabeza altiva del caballo, acarició su cuello y dijo: “Cálmate, mi blanco
Kantaka, cálmate y llévame en el viaje más largo que haya hecho nunca un caballero, porque esta
noche parto para encontrar la verdad y no sé dónde terminará mi viaje; pero sólo terminará
cuando la haya encontrado. Así es que sé fogoso y atrevido, mi buen corcel, y que nada te
detenga, ni millares de espadas que obstruyan tu camino, ni muros ni fosos que impidan
nuestra carrera. ¡Escucha! Si toco tu flanco, gritando:
67 Tapiz de silla.
“¡Ve, Kantaka!”, sé más rápido
que los torbellinos, sé como el fuego y el aire, caballo mío, para servir a tu Señor; así
participarás con él de la grandeza de esta aventura que salvará al mundo, porque parto para ayudar,
no sólo a los hombres, sino también a todos los seres mudos, que comparten nuestras
penas y no tienen esperanza ni inteligencia para reclamar. Lleva, pues, ahora valerosamente
a tu amo”. En seguida saltó ligeramente
sobre la silla, acarició la crin de Kantaka, y éste partió arrancando chispas a los
guijarros con sus ferrados cascos y haciendo resonar el freno que tascaba; pero nadie oyó este
ruido, porque los Devas Suddjas68 que lo acompañaban cortaron flores rojas de mogra y
las regaron en alfombras gruesas bajo sus pies, mientras que invisibles manos ensordecían
el sonido del bocado y las cadenillas. Está escrito también que, cuando llegaron al pavimento
cerca de las puertas interiores, los Yakshas del aire colocaron telas mágicas bajo las
patas del garañón y sofocaron así el ruido de sus pasos. Pero cuando llegaron a la triple
puerta de bronce que apenas cien hombres podían abrir con gran esfuerzo, he aquí
que se abrieron silenciosamente los batientes, aunque de ordinario se escuchase a dos koos
de distancia el rumor de trueno de los gonces enormes y de las pesadas cadenas.
La puerta maciza de en medio y la
última se abrieron también en silencio cuando Siddartha y su corcel se
aproximaron, mientras a su paso, silenciosos como muertos, los guardianes escogidos, capitanes y
soldados, habían dejado caer sus espadas y sus lanzas y soltado sus escudos —porque
soplaba por el camino del Príncipe un viento más soporífero que sobre las soñolientas
llanuras de Malwa69, y que adormecía todos los sentidos—; y así salieron libremente del palacio.
Cuando la estrella de la mañana
se encontraba a media lanza del horizonte, al Este, y la brisa matutina soplaba
sobre la tierra, rizando las ondas del río Anoma, que formaba la frontera del reino, el
Príncipe detuvo su caballo, saltó a tierra, y después de acariciar al blanco Kantaka entre las
orejas, dijo con suave voz a Tchanna: “Lo que has hecho te traerá felicidad a ti y a todas
las criaturas; está seguro que te amaré siempre, por el afecto de que me has dado testimonio.
Llévate mi caballo y toma mi penacho de perlas, mis vestidos de príncipe, que desde hoy me son
inútiles, mi cinturón adornado de pedrería, mi espada y los largos tufos de mis
cabellos, cortados sobre mi frente con esta arma brillante. Da todo esto al Rey, y dile que
Siddartha le ruega olvidarlo, hasta que vuelva diez veces príncipe después de adquirir la ciencia
real por sus investigaciones solitarias y su lucha por la luz. Si la conquista, toda la
tierra, díselo, será mía, por este servicio capital, mía por el amor. Porque no hay esperanza
para el hombre sino en el hombre, y nadie la ha buscado como yo quiero hacerlo, yo que
abandono el mundo para salvarlo”.
68 Puro; este nombre se reservaba
a las personas de castas superiores o Aryas.
69 Provincia de la India, donde
se cultiva principalmente la adormidera que sirve para la fabricación del opio.
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