Jesús. El cristo cósmico


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Edouard Schure – Los Grandes Iniciados
Jesús
La misión del Cristo

El cristo cósmico

Hemos llegado a un punto de la evolución humana y divina en que precisa recordar el pasado para comprender el porvenir. Porque hoy, el influjo de lo superior y el esfuerzo de lo inferior convergen en una fusión luminosa que proyecta sus rayos, retrocediendo, sobre el inmemorial pasado y avanzando, hacia el infinito futuro.

El advenimiento de Cristo significa el punto central, la incandescente pira de la historia. Señala un cambio de orientación y de lugar, un impulso nuevo y prodigioso. ¡Qué hay de sorprendente que aparezca a los intransigentes materialistas como una desviación funesta y a los simples creyentes como un golpe teatral que anula el pasado para reconstruir y refrigerar de nuevo al mundo!.

A decir verdad, los primeros son víctimas de su ceguera espiritual y los segundos de la estrechez de sus horizontes. Si, de una parte, la manifestación de Cristo por medio del maestro Jesús es un hecho de significación incalculable, de otra ha sido incubada por toda la precedente evolución… Una trama de invisibles hilos apúntala a todo el pasado de nuestro planeta. Esta radiación proviene del corazón de Dios para descender hasta el corazón del hombre y recordar a la tierra, hija del Sol, y al hombre, hijo de los Dioses, su celeste origen.

Tratemos de dilucidar, en pocas palabras, este misterio.

La tierra con sus reinos, la humanidad con sus razas, las potestades espirituales con sus jerarquías, que se prolongan hasta lo Insondable, evolucionan bajo idéntico impulso, con movimiento simultáneo y continuo. Cielo, tierra y hombre marchan unidos. El único medio de seguir el sentido de su evolución consiste en penetrar, con mirada única, estas tres esferas en su común tarea y considerarlas como un todo orgánico e indisoluble.

Así considerando, contemplemos el estado del mundo al nacer el Cristo y concentremos nuestra atención sobre las dos razas que representan, en aquel momento, la vanguardia humana: la grecolatina y la judía.

Desde el punto de vista espiritual, la transformación de la humanidad desde la Atlántida hasta la era cristiana nos ofrece el doble espectáculo de un retraso y de un progreso. De un lado la disminución gradual de la clarividencia y de la directa comunión con las fuerzas de la naturaleza y las potestades cósmicas. De otro, el activo desenvolvimiento de la razón y de la inteligencia, a que sigue la conquista material del mundo por el hombre.

En los centros de iniciación, en los lugares donde se emiten los oráculos, una selección continúa sin embargo cultivando la clarividencia y de allí emanan todos los movimientos religiosos y todas las grandes impulsiones civilizadoras.

Pero la clarividencia y las facultades de adivinación disminuyen entre la gran masa humana. Esta transformación espiritual e intelectual del hombre, más atraído cada vez hacia el plano físico, corresponde a una paralela transformación de su organismo. Cuanto más remontamos el prehistórico pasado, más fluida y leve es su envoltura. Luego la solidifica. Simultáneamente el cuerpo etéreo, que sobrepasaba antes el cuerpo físico, es absorbido por éste paulatinamente hasta convertirlo en su duplicación exacta. Su cuerpo astral, su aura radiosa, que antaño se proyectaba a lo lejos como una atmósfera sirviendo a sus percepciones hiperfísicas, a su relación con los Dioses, se concentra también en torno de su cuerpo hasta no constituir más que un cerco nímbeo, que su vida satura y sus pasiones colorean.

Esta transformación comprende millares y millares de años. Se prolonga hacia la segunda mitad del periodo atlante y todas las civilizaciones de Asia, del Norte de África y de Europa, de las que emanaron indos, persas, caldeos, egipcios, griegos y pueblos norteños de Europa.

Esta involución de las fuerzas cósmicas en el hombre físico era indispensable para su complemento y su intelectual perfección. Grecia representa el postrero estadio de este descenso del Espíritu en la materia. En ella la fusión es perfecta. Sintetiza una expansión maravillosa de la belleza física en un equilibrio intelectual.

Pero este templo diáfano, habitado por hombres semidivinos, se yergue al borde de un principio donde pululan los monstruos del Tártaro. Momento crítico. Como nada se detiene y es forzoso avanzar o retroceder, la humanidad no podía menos, al llegar a este punto, de hundirse en la depravación y en la bestialidad, o remontar hacia las cimas del Espíritu con redoblada conciencia.

La decadencia griega y, sobre todo, la orgía imperial de Roma presenta el espectáculo, a la vez repugnante y grandioso, de este precipitar del hombre antiguo en el libertinaje y en la crueldad, término fatal de todos los grandes movimientos de la historia. (Véase la descripción que doy al comienzo de la Vida de Jesús).

Grecia — dice Rodolfo Steiner — realizó su obra dejando tupir gradualmente el velo que recubría su antigua videncia. La raza greco-latina, con su rápida decadencia, señala el más hondo descenso del espíritu en la materia, en el curso de la evolución humana. La conquista del mundo material y el desenvolvimiento de las ciencias positivas lográronse a este precio.

Como la vida póstuma del alma se halla condicionada por su vida terrestre, los hombres vulgares apenas se remontaban después de su muerte. Llevábanse una porción de sus velos y su existencia astral corría parejas con la vida de las sombras. A ello se refiere la queja del alma de Aquiles en el relato de Homero: “Es preferible ser mendigo en la tierra que rey en el país de las sombras”. La misión asignada a la humanidad post-atlante debía forzosamente alejarla del mundo espiritual. Es ley del Cosmos que la grandeza de una parte es a costa, durante un tiempo, de la decadencia de otra”. (Bosquejo de la Ciencia Oculta, por Rodolfo Steiner).

Era necesaria a la humanidad una formidable transformación, una ascensión hacia las cumbres del Alma para el cumplimiento de sus destinos. Más para ello hacía falta una nueva religión, más pujante que todas las precedentes, capaz de conmover las masas aletargadas y remover el ente humano hasta sus recónditas profundidades.

Las anteriores revelaciones de la raza blanca habían tenido por entero lugar en los mundos astral y etéreo, y de allí actuaban poderosamente sobre el hombre y la civilización. El cristianismo, advenido de más lejos y descendido de más alto a través de todas las esferas, debía manifestarse hasta en el mundo físico para transfigurarlo, espiritualizándolo, y ofrecer al individuo y a la colectividad la inmediata conciencia de su celeste origen y de su divino objetivo. No existen, pues, solamente razones de orden moral y social, sino razones cosmológicas que justifican la aparición de Cristo en la tierra.

Alguna vez, en pleno Atlántico, cuando un viento bajo atraviesa el tempestuoso cielo, verse, en cierto lugar, condensar las nubes que descienden inclinadas hacia el Océano en forma de embudo. Simultáneamente, elevase el mar como un cono adelantándose al encuentro de la nube. Parece que toda la masa líquida afluye a este torbellino para retorcerse y erguirse con él. Súbitamente ambos extremos se atraen y se confunden como dos bocas... ¡Se ha formado la tromba!. El viento atrae el mar y el mar absorbe el viento. Vórtice de aire y de agua, columna viva, avanza vertiginosamente sobre las ondas convulsas juntando, por un instante, la tierra con el cielo.

El fenómeno de Cristo descendiendo del mundo espiritual al físico a través de los planos astral y etéreo, semeja un meteoro marino. En ambos casos, las potestades de cielo y tierra se ayuntan y colaboran en una función suprema. Más si se forma la tromba en breves minutos bajo la violencia del huracán y las corrientes eléctricas, el descenso de Cristo en la tierra exige millares de años, remontándose su causa primera a los arcanos de nuestro planetario sistema.

En esta metáfora que trata de definir por medio de una imagen el papel del Cristo cósmico en nuestra humanidad, la raza judía representa la contraparte terrestre, exotérica y visible. Es la porción inferior de la tromba que se remonta atraída por el torbellino de lo alto. Este pueblo se revuelve contra los demás. Con su intolerancia, su idea fija, obstinada, escandaliza a las naciones como la tromba escandaliza a las olas. La idea monoteísta entre los patriarcas.

Moisés se vale de ella para amasar una nación. Como el simún levanta una columna de polvo, junta Moisés a los ibrimos y beduinos errantes para formar el pueblo de Israel. Iniciado en Egipto, protegido por un Elohim al que llama Javé, se impone por la palabra, las armas y el fuego. Un Dios, una Ley, un Arca, un pueblo para mantenerla avanzando durante cuarenta años al través del desierto, soportando hambres y sediciones, camino de la tierra prometida.

De esta idea potente como la columna de fuego que precede al tabernáculo, ha salido el pueblo de Israel con sus doce tribus, que corresponden a los doce signos del Zodíaco. Israel mantendrá intacta la idea monoteísta, a pesar de los crímenes de sus reyes y los asaltos de los pueblos idólatras.

Y en esta idea se injerta, desde el origen, la idea mesiánica. Ya Moisés moribundo anunció al Salvador final, rey de justicia, profeta y purificador del universo.

De siglo en siglo, lo proclama la voz infatigable de los profetas, desde el destierro babilónico hasta el férreo yugo romano. Bajo el reinado de Herodes, el pueblo judío semeja una nave en peligro cuya tripulación enloquecida encendiera el mástil a manera de fanal que les guiara entre los escollos. Porque en este momento, Israel presenta el espectáculo desconcertante e inaudito de un pueblo pisoteado por el destino y que, medio aplastado, espera salvarse mediante la encarnación de un Dios. Israel debía naufragar, pero Dios encarnó. ¿Qué representa en este caso la trama compleja de la Providencia, de la humana libertad y del Destino?. El pueblo judío personifica y encarna en cierto modo la llamada del mundo a Cristo. En él la libertad humana, obstaculizada por el Destino, es decir, por las faltas del pasado, clama a la Providencia para el logro de su salvación. Porque las grandes religiones reflejaron esta predisposición como en un espejo. Nadie alcanza a concretar una definida idea del Mesías, pero los iniciados la habían presentido y anunciado mucho tiempo antes. Contestó Jesús a los fariseos que le interrogaban sobre su misión: “Antes que Abraham, yo existía”. A los apóstoles, temerosos de su muerte, decía estas sorprendentes palabras, jamás pronunciadas por ningún profeta y que aparecerían ridículas en unos labios que no fueran los suyos. “Pasarán cielo y tierra, pero mis palabras no pasarán”.

O son tales conceptos divagaciones de alienado o, de lo contrario, poseen una trascendente significación cosmológica. Para la oficial tradición eclesiástica, Cristo, segunda persona de la Trinidad, no abandonó el seno del Padre más que para encarnar en la Virgen María.

Para la tradición esotérica también Cristo es una entidad sobrehumana, un Dios en el amplio sentido de la palabra, la más alta manifestación espiritual por la humanidad conocida. Pero como todos los Dioses, Verbos del Eterno, desde los Arcángeles hasta los Tronos, atraviesa una evolución que perdura durante toda la vida planetaria y por ser la suya única entre las Potestades por completo manifestadas en una encarnación humana, resulta de especial naturaleza.

Para conocer su origen precisa remontar la historia de las razas humanas hasta la constitución del planeta, hasta el primer estremecimiento de luz en nuestra nebulosa. Porque, según la tradición rosicruciana, el Espíritu que habló al mundo bajo el nombre de Cristo y por boca del maestro Jesús, se halla espiritualmente unido al sol, astro-rey de nuestro sistema.

Las Potestades cósmicas han elaborado nuestro mundo bajo la dirección única y de acuerdo con una sapiente jerarquía. Bosquejamos en el plano espiritual tipos y elementos, almas y cuerpos, refléjense en el mundo astral, vitalizante en el etéreo y se condensan en la materia.

Cada planeta es obra de distinto orden de potestades creadoras, que engendran otras formas de vida. Cada inmensa potestad cósmica, o sea, cada gran Dios tiene por séquito legiones de espíritus que son sus inteligentes obreros.

La tradición esotérica de Occidente considera a Cristo rey de los genios solares. En el instante en que la tierra separó se del sol, los sublimes espíritus llamados por Dionisio Areopagita, Virtudes por la tradición latina, Espíritus de la Forma por Rodolfo Steiner, retiráronse al astro luminoso que acababa de proyectar su núcleo opaco. Eran de una naturaleza harto sutil para gozarse en la densa atmósfera terrestre en que debían debatirse los Arcángeles. Pero, concentrados en torno del aura solar, actuaron desde allí con mucho más poder sobre la tierra, fecundándola con sus rayos y revistiéndola con su manto de verdura. Cristo, devenido regente de estas potestades espirituales, podría titularse Arcángel solar. Cobijado por ellas permaneció mucho tiempo ignorado por los hombres bajo su velo de luz.

La tierra ingente sufrió el influjo de otro Dios cuyas legiones se hallaban entonces centralizadas en el planeta Venus. Esta potestad cósmica se llamó Lucifer, o Arcángel rebelde por la tradición judeocristiana, que precipitó el avance del alma humana en la conquista de la materia, identificando el yo con lo más denso de su envoltura. A causa de ello fue el causante indirecto del mal, pero también el impulsor de la pasión y del entusiasmo, esta divina fulguración en el hombre al través de los tumultos de la sangre. Sin él careceríamos de razón y de libertad y le faltaría al espíritu el trampolín para rebotar hacia los astros.

La influencia de los espíritus luciferianos predomina durante el período lemuriano y atlante, pero desde el comienzo del período ario se hace patente la influencia espiritual que emana del aura solar, que se acrecienta de período en período, de raza en raza, de religión en religión. Así, paulatinamente, Cristo se acerca al mundo terrestre por medio de una radiación progresiva.

Esta lenta y profunda incubación semeja, en el plano espiritual, lo que en el plano físico fuera la aparición de un astro advenido de lo profundo del cielo del que percibiríase, a medida de su acercamiento, el progresado aumento de su disco.

Indra, Osiris, Apolo, se elevan sobre la India, Egipto y Grecia como precursores de Cristo. Luce al través de estos Dioses solares como blanca lumbre tras los vitrales rojos, amarillos o azules de las catedrales. Aparece periódicamente a los contados iniciados como de vez en cuando sobre el Nilo, formando los róseos resplandores del sol poniente que se prolongan hasta el cénit, declina una lejana estrella. Ya resplandece para la aguda visión de Zoroastro bajo la figura de Ahura-Mazda como un Dios revestido con el esplendor del sol. Llamea para Moisés en la zarza ardiente, y fulgura, semejante al rayo, a través de todos los Elohim en medio de los relámpagos del Sinaí. Helo aquí convertido en Adonai, el Señor, anunciando así su próxima venida.

Pero esto no era bastante. Para arrancar a la humanidad de la opresión de la materia en la que se hallaba sumergida desde su descenso, faltaba que este Espíritu sublime encarnara en un hombre, que precisaba que el Verbo solar descendiera en cuerpo humano, que se le viera andar y respirar sobre la tierra.

Para encaminar a los hombres por la senda de las altitudes espirituales y mostrarles su célico objetivo, no faltaba más que la manifestación del divino Arquetipo en el plano físico. Faltaba que triunfase del mal por el Amor infinito y de la muerte por la esplendorosa Resurrección. Que surgiera intacto, transfigurado y más majestuoso aun del abismo en que se había sumergido.

El redactor del Evangelio según San Juan pudo decir en un sentido a la vez literal y trascendente: “El Verbo fue hecho carne y habitó entre nosotros y vimos su gloria, lleno de gracia y de verdad”.

Tal es la razón cósmica de la encarnación del Verbo solar. Acabamos de percibir la necesidad de su manifestación terrestre desde el punto de vista de la evolución divina. Veamos ahora cómo la evolución humana le prepara Un instrumento digno de recibirlo.

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