Jesús. El maestro Jesús, sus orígenes y desenvolvimiento
Recopilación exclusivamente sin fines de lucro para las
Adicciones.
Edouard Schure – Los Grandes Iniciados
Jesús
La misión del Cristo
El maestro Jesús, sus orígenes y desenvolvimiento
Una cuestión previa aparece a
cuantos quieren evocar, en nuestros días, al verdadero Jesús: la del relativo
valor de los cuatro Evangelios.
A todo el que haya penetrado
mediante la meditación y la intuición la intrínseca verdad de tales
testimonios, de carácter único, le tentará la respuesta a todas las objeciones
opuestas por la crítica a la autenticidad de los Evangelios, valiéndose de una
palabra de Goethe. Ya en la última época de su vida, dijóle un amigo:
— Según las
investigaciones, el Evangelio de San Juan no es auténtico.
— ¿Y qué es
auténtico — respondió el autor de Fausto — más que lo eternamente bello y
verdadero?.
Mediante tan soberbio concepto,
el viejo poeta, más sabio que todos los pensadores de su época, colocaba en su
respectivo lugar las toscas construcciones de la escuela crítica y puramente
documentaría, cuya presuntuosa fealdad ha llegado a ocultar a nuestros ojos la
Verdad de la Vida.
Seamos más precisos. Es cosa
admitida que los Evangelios griegos fueron redactados mucho tiempo después de
la muerte de Jesús a base de las tradiciones judías que se remontaban
directamente hasta los discípulos y testigos oculares de la vida del Maestro.
Contengan o no ciertas contradicciones de detalle y aunque nos presenten al
profeta de Galilea bajo dos modalidades opuestas, ¿En qué se fundamentan, para
nosotros, la verdad y autenticidad de tales escrituras?. ¿En la fecha de su
redacción?. ¿En el cúmulo de comentarios amontonados sobre ellos?.
No. Su fuerza y su veracidad
reside en la viviente unidad de la persona y de la doctrina que de ellas
dimanan, poseyendo por contraprueba el hecho de que tal palabra ha cambiado la
faz del mundo y la posibilidad de la nueva vida que puede aún evocar en cada
uno de nosotros.
He aquí la soberana prueba de la
realidad histórica de Jesús de Nazareth y de la autenticidad de los Evangelios.
Lo demás es accesorio. En cuanto a los que, como David Strauss, imitado por
algunos teósofos, intentan persuadirnos de que Cristo es un simple mito, “una
inmensa patraña histórica”, su grotesco pedantismo exige de nosotros más ciega
fe que la de los más fanáticos creyentes. Como ha dicho muy bien Rousseau, si
los pescadores de Galilea, los escribas de Jerusalén y los filósofos
neoplatónicos de Éfeso hubiesen fabricado por entero la figura de Jesús-Cristo
que venció al mundo antiguo y ha conquistado a la humanidad moderna, resultaría
un milagro más ilógico y de más difícil comprensión que todos los realizados
por Cristo. Para el ocultismo contemporáneo, como para los iniciados de todo
tiempo, son hechos conocidos y averiguados si bien realzados por él a su máxima
potencia.
Estos milagros materiales eran necesarios para persuadir a los contemporáneos de Jesús. Lo que ante nosotros se impone aún hoy con no menos invencible poderío, es la figura sugerente, es la incomparable grandeza espiritual de este mismo Jesús que resurge de los Evangelios y de la conciencia humana más lleno cada vez de vida.
Afirmemos, pues, con Rodolfo
Steiner: “La moderna crítica sobre los Evangelios no nos aclara más que la
contraparte externa y materiales detales documentos. Pero nada nos aporta de su
esencia. Una personalidad tan vasta como la de Cristo, no podía abarcarla uno
solo de sus discípulos. Debía revelarse a cada cual según sus facultades, al
través de un aspecto distinto de su naturaleza. Supongamos que sólo tomáramos
la fotografía de un árbol por un solo lado. No tendríamos más que una imagen
parcial. Supongamos, empero, que la tomáramos desde cuatro distintos puntos de
vista. Tendríamos entonces una imagen completa.
“Lo mismo ocurre con los Evangelios. Cada uno de ellos
corresponde a un distinto grado de iniciación y nos presenta diversamente la
naturaleza de Jesús-Cristo”.
“Mateo y Lucas nos describen preferentemente al maestro
Jesús, es decir, la naturaleza humana del fundador del cristianismo. Marcos y
Juan sugieren, por encima de todo, su naturaleza espiritual y divina”.
“Lucas, el evangelista más poético y más imaginativo,
relata la vida íntima del Maestro. Veía el reflejo de su yo en su cuerpo
astral. Describe, en conmovedoras imágenes, el poder de amor y de sacrificio
que derramaba su corazón”.
“Marcos corresponde al aura magnética que rodea a Cristo
cuyos rayos se prolongan hasta el mundo del espíritu. Él nos muestra, sobre
todo, su fuerza milagrosa de terapeuta, su majestad y poderío”.
“Juan es por excelencia, el Evangelio metafísico. Su
objeto es revelar el divino espíritu de Cristo. Menos preciso que Marcos y
Mateo, más abstracto que Lucas, carece, al revés de este último, de las
incisivas visiones que reflejan los hechos del mundo astral. Pero oye el verbo
interior y primordial, la creadora palabra que vibra en cada modulación y en
toda la vida de Cristo, proclamando el Evangelio del Espíritu”.
“Los cuatro evangelistas representan, pues, los inspirados y los clarividentes de Cristo, aunque cada cual lo exprese según sus límites y al través de su esfera”. (Esta clasificación de los Evangelios desde su peculiar punto de comprensión es un resumen de diversas conferencias del doctor Rodolfo Steiner).
La diversidad y la unidad de
inspiración de los Evangelios que se complementan y entrefunden como las cuatro
etapas de la vida humana, nos demuestran su valor relativo. Relacionando cada
uno con lo que representa, se logra penetrar poco a poco en la alta
personalidad de Jesús-Cristo que bordea en su fase humana la evolución
particular del pueblo judío y en su divina fase, toda la evolución planetaria.
(Remito al lector al libro anterior de Jesús, donde se hace referencia al
primordial desenvolvimiento de Jesús y a la expansión de su conciencia).
Remontando la ascendencia de
Jesús hasta David y Abraham, el Evangelio de Mateo nos le hace descender de los
elegidos de la raza de Judá. Su cuerpo físico es la flor suprema de aquel
pueblo.
He aquí cuanto precisa retener
de este árbol genealógico. Físicamente, el Maestro Jesús debía ser el producto
de una larga selección, la filtración de toda una raza.
Estas espontáneas vislumbres
reciben aquí la luminosa confirmación de la ciencia de un pensador y vidente de
primer orden.
Pláceme manifestar por medio de estas líneas mi fervorosa gratitud a tres distinguidos teósofos suizos: señor Oscar Gros Heinz, de Berna; Sra. Gros Heinz, de Berna; Sra. Gros Heinz Laval y señor Hahn, de Basilea, que me proporcionaron preciosas informaciones sobre algunas conferencias privadas del doctor Steiner.
Pero además del atavismo del
cuerpo, existe el del alma. Todo ego humano ha pasado por numerosas
encarnaciones precedentes. Las de los iniciados son de especial modalidad, de
excepción y proporción ajustada a su grado evolutivo.
A los nabí, profetas judíos, los
consagraban por lo común sus propias madres a Dios y se les imponía el nombre
de Emmanuel o Dios en sí mismo. Ello significaba que serían inspirados por el
Espíritu. Concurrían aquellos niños a un colegio destinado a los profetas y
luego hacían votos para consagrarse a la vida ascética, en el desierto. Se
llamaban Nazarenos porque dejaban crecer sus cabellos.
Los que se llaman en la India
Bodisatvas tienen muchos puntos de semejanza (teniendo en cuenta todas las
diferencias de raza y de religión) con los profetas hebreos que llevaban el
nombre de Emmanuel. Eran seres cuya alma espiritual (Bodhi) se hallaba lo
suficientemente desenvuelta para relacionarse con el mundo divino durante su
encarnación. Un Buda era para los indios un Bodisatva que había alcanzado la
perfección moral en su última encarnación. Esta perfección suponía una completa
penetración del cuerpo por el alma espiritual.
Después de tal manifestación, que ejerce sobre la humanidad una influencia regeneradora y purificadora, no tiene un Buda necesidad de reencarnar otra vez. Entra en la gloria del Nirvana o de la No-Ilusión y permanece en el mundo divino, desde donde continúa influyendo en la humanidad.
Cristo es más que Bodhisattva y
más que Buda. Es una potestad cósmica, el elegido de los Dioses, el mismo Verbo
solar que no toma cuerpo más que una vez para dar la humanidad su más poderoso
impulso. Un espíritu de tal envergadura no podía encarnarse en el seno de una
mujer y en el cuerpo de un niño. Este dios no podía seguir, como se hallan
obligados los demás hombres, aun los más elevados, el cerco angosto de la
evolución animal que se reproduce en la gestación del niño por medio de la
madre. No podía sufrir, inevitable ley de toda encarnación, el temporáneo
eclipse de la conciencia divina. Un Cristo, directamente encarnado en el seno
de una mujer, hubiera matado a la madre como mató Júpiter a Semele, madre del
segundo Dionisos, según la leyenda griega. Necesitaba para encarnar, un cuerpo
adulto, evolucionado por una raza fuerte hasta un grado de perfección y de
pureza digno, del Arquetipo humano, del Adam primitivo, modelado por los Elohim
en la luz increada en el origen de nuestro mundo.
Este cuerpo, elegido entre todos, otorgólo la persona del Maestro Jesús, hijo de María. Pero precisaba aunque desde su nacimiento hasta la edad de treinta años, época en que debía tomar Cristo posesión de su tabernáculo humano, fuera el cuerpo del Maestro Jesús templado y afinado por un iniciado de primer orden. De este modo un hombre casi divino ofrecía su cuerpo en holocausto, como vaso sagrado, para recibir a Dios hecho hombre. ¿Quién es el gran profeta, ilustre entre los religiosos fastos de la humanidad, al que incumbió esta terrible tarea?. Los evangelistas no lo dicen. Pero el Evangelio de Mateo lo indica claramente haciéndolo presentir al través de la más sugestiva de sus leyendas.
El divino Infante ha nacido en
la noche embalsamada y plácida de Belén. Pesa el silencio sobre los negros
montes de Judá. Sólo los pastores oyen las voces angélicas que bajan del cielo,
cuajado de estrellas.
Duerme el Niño en su pesebre. Su
madre, extasiaba, lo cobija con los ojos. Cuando abre los suyos siente María la
hondura hasta la médula, como cuchilla penetrada por este rayo solar que la
interroga con espanto. La pobre alma sorprendida, venida de lejos, sumerge a su
alrededor una mirada medrosa, pero halla otra vez su perdido cielo en las
vibrantes pupilas de su madre. Y el niño duerme de nuevo profundamente.
El evangelista que relata esta
escena, ve algo más todavía. Ve las fuerzas espirituales concentradas sobre
este grupo en la profundidad del espacio y del tiempo, condensándose para él en
un cuadro lleno de majestad y de dulzura.
Llegados del lejano Oriente,
tres magos atraviesan el desierto y se encaminan hacia Belén. Detiénese la
estrella sobre el establo en que dormita Jesús Niño. Entonces los reyes magos,
llenos de júbilo, se postran ante el recién nacido para adorarlo y ofrendarle
el homenaje de oro, incienso y mirra, símbolos de sabiduría, compasión y fuerza
de voluntad.
¿Cuál es el significado de esta visión? Eran los magos discípulos de Zoroastro, considerándole como su rey. Llamábanse a sí mismos reyes, porque sabían leer en el cielo e influir en los hombres.
Una antigua tradición circulaba
entre ellos: su Maestro debía reaparecer en el mundo bajo el nombre de Salvador
(Sosiosch) y restablecer el reinado de Ormuz. Durante siglos los iniciados de
Oriente sustentaron esta predicción de un Mesías.
Por fin se cumplió. El evangelista que nos relata la escena, traduce, en el lenguaje de los adeptos, que los Magos de Oriente dieron la bienvenida, en el infante de Belén, a una reencarnación de Zoroastro. Tales son las leyes de la evolución divina y de la psicología trascendente. Tal la filiación de las más elevadas individualidades. Tal el poder que teje, con las grandes almas, líneas inmensas sobre la trama de la historia. ¡El mismo profeta que anunciara al mundo el Verbo solar bajo el nombre de Ahura-Mazda desde las cimas del monte Albordj y en las llanuras del Irán, debía renacer en Palestina para encarnarlo en todo su esplendor!.
Por grande que sea un iniciado
se eclipsa su conciencia al encarnar bajo el velo de la carne. Se halla forzado
a reconquistar su yo superior en su vida terrestre magnificándola con esfuerzos
nuevos.
Protegió la niñez y la
adolescencia de Jesús su familia, simple y piadosa. Su alma, replegada sobre sí
misma, no halló trabas para su expansión como los silvanos lirios entre las
hierbas altas de Galilea. Abría sobre el mundo su mirada clara, pero su vida
permanecía herméticamente cerrada. No sabía aún quién era ni qué esperaba.
Pero, como se ilumina a veces el
paisaje agreste con súbitas claridades, así se aclaraba su alma con visiones
intermitentes.
“Un día, en las azules montañas de Galilea, extasiado
entre los blancos lirios de corola violácea que crecen entre hierbajos
altísimos, de talla humana, vio llegar hasta él, desde el fondo de los
espacios, una maravillosa estrella. Al aproximarse, se convirtió en un gran
sol, en cuyo centro sobresalía una figura humana, fulgurante e inmensa. Aunaba
ella la majestad del Rey de Reyes con la dulzura de la Mujer Eterna, porque era
Varón por afuera y mujer por dentro”. (De Santuarios de Oriente).
Y el adolescente, recostado
entre el crecido césped, se sintió como suspendido en el espacio por la
atracción de aquel astro. Al despertar de su sueño sintióse ligero como una
pluma.
¿Qué era, pues, aquella prodigiosa visión que frecuentemente se le aparecía?. Asemejábase a las descritas por los profetas, y sin embargo, era distinta. A nadie las comunicaba, pero sabía que contenían su anterior destino y su porvenir.
Jesús de Nazareth era de esos
adolescentes que sólo se desenvuelven interiormente, sin que nadie lo perciba.
La labor interna de su pensamiento se expande en un momento propicio a causa de
una externa circunstancia y asombra y conmueve al mundo todo.
Describe Lucas esta fase de
desenvolvimiento psíquico. José y María han perdido al niño que paseaba con
ellos en los días de fiesta de Jerusalén y, siguiéndolo, lo hayan sentado en
medio de los doctores del templo “escuchándolos y haciéndoles preguntas”.
A la queja de los afligidos
padres, responde: “¿Por qué me buscáis?.
¿No sabéis que en los negocios de mi Padre me conviene estar?”. Pero ellos no comprendieron a su hijo, añade el evangelista. Por tanto, aquel adolescente penetrado de doble vida se hallaba “sujeto a sus padres y crecía en sabiduría y en edad y en gracia”. (San Lucas, II, 41-52).
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