Orfeo. I La Grecia prehistórica - las vacantes aparición de Orfeo
Recopilación exclusivamente sin fines de lucro para las
Adicciones.
Edouard Schure – Los Grandes Iniciados
Orfeo.
Los misterios de Dionisos
¡Cómo se agitan en el inmenso
universo, cómo se arremolinan y se buscan esas almas innúmeras que brotan de la
grande alma del Mundo!. Ellas van de un planeta a otro y lloran en el abismo la
patria perdida... Son tus lágrimas, Dionisos... ¡Oh gran Espíritu!, ¡Oh
libertador!, vuelve tus hijas a tu seno de luz.
Fragmento órfico.
¡Eurídice! ¡Oh Luz divina!, dijo
Orfeo al morir. — ¡Eurídice!, gimieron al romperse las siete cuerdas de su
lira.— Y su cabeza, que rueda para siempre por el río de los tiempos, clama
aún: —¡Eurídice!, ¡Eurídice!.
Leyenda de Orfeo.
I
La Grecia prehistórica - las vacantes aparición de Orfeo
En los santuarios de Apolo, que
poseían la tradición órfica, una fiesta misteriosa se celebraba en el equinoccio
de la primavera. Era el momento en que los narcisos florecían al lado de la
fuente de Gastaba. Los trípodes, las liras del templo vibraban por sí mismos y
el Dios invisible se decía volver del país de los Hiperbóreos, sobre un carro
tirado por cisnes. Entonces la gran sacerdotisa vestida (la Musa, coronada de
laureles, la frente ceñida por cintas sagradas, cantaba ante los iniciados
solos el nacimiento de Orfeo, hijo de Apolo y de una sacerdotisa del Dios. Ella
invocaba el alma de Orfeo, padre de los mitos, salvador melodioso de los
hombres: Orfeo, soberano inmortal y tres veces coronado, en los infiernos, en
la tierra y en el cielo; el que marcha con una estrella en la frente por entre
los astros y los dioses.
El canto místico de la
sacerdotisa de Delfos aludía a uno de los numerosos secretos guardados por los
sacerdotes de Apolo e ignorados por la multitud. Orfeo fue el genio animador de
la Grecia sagrada, el despertador de su alma divina. Su lira de siete cuerdas
abarca el universo. Cada una de ellas responde a una modalidad del alma humana,
contiene la ley de una ciencia y de un arte. Hemos perdido la clave de su plena
armonía, pero los modos diversos no han cesado de vibrar en nuestros oídos. La
impulsión teúrgica y dionysíaca que Orfeo supo comunicar a Grecia, se
transmitió por ella a toda Europa. Nuestro tiempo no cree va en la belleza, en
la vida. Si a pesar de todo guarda de ella una profunda reminiscencia, una
secreta e invencible esperanza, lo debe a aquél sublime Inspirado. Saludemos en
él al gran iniciador de Grecia, al Patriarca de la Poesía y de la Música,
concebidas como reveladoras de la verdad eterna.
Pero antes de reconstituir la historia de Orfeo, por el fondo mismo de los santuarios, digamos qué era Grecia cuando él apareció.
Era en tiempo de Moisés, cinco
siglos antes de Homero, trece siglos antes de Jesucristo. La India se hundía en
su Kali-Yuga, en su ciclo de tinieblas, y no ofrecía más que una sombra de su
antiguo esplendor. Asiria, que por la tiranía de Babilonia había desencadenado
sobre el mundo el azote de la anarquía, continuaba tiranizando al Asia. Egipto,
muy grande por la ciencia de sus sacerdotes y por sus faraones, resistía con
todas sus fuerzas a esta descomposición universal; pero su acción se detenía en
el Éufrates y el Mediterráneo. Israel iba a levantar en el desierto el
principio del Dios masculino y de la unidad divina por la voz tonante de
Moisés; pero la tierra no había aún oído sus ecos.
Grecia estaba profundamente dividida por la religión y por la política. La península montañosa que muestra sus finos cortes en el Mediterráneo y rodean millares de islas, estaba poblada hacía miles de años por un brote de la raza blanca, emparentada con los Getas, los Escitas y los Celtas primitivos. Aquella raza había sufrido las mezclas, las impulsiones de todas las civilizaciones anteriores. Colonias de la India, de Egipto y Palestina habían enjambrado en aquellas orillas, poblado sus promontorios y sus valles de razas, de costumbres, de divinidades múltiples. Las flotas pasaban a velas desplegadas bajo las piernas del coloso de Rodas, colocado sobre los dos diques del puerto. El mar de las Cíclades, donde, en los días claros, el navegante ve siempre alguna isla o ribera en el horizonte, era surcado por las proas rojas de los Fenicios y las proas negras de los piratas de Lidia. Ellos llevaban en sus naves todas las riquezas de Asia y África: marfil, objetos pintados de cerámica, telas de Siria, vasos de oro, púrpura y perlas; frecuentemente, mujeres arrebatadas de alguna costa salvaje.
Por medio de aquel cruzamiento
de razas se había moldeado un idioma armonioso y fácil, mezcla de celta
primitivo, del zend, del sánscrito y del fenicio. Esa lengua, que pintaba la
majestad del Océano en el nombre de Poseidón y la serenidad del cielo en la de
Urano, imitaba todas las voces de la Naturaleza, desde el canto de los
pajarillos hasta el choque de las espadas y el estruendo de la tempestad. Era
multicolor como su mar de un intenso azul de matices cambiantes; multisonante
como las olas que murmuran en sus golfos o mugen sobre sus innumerables
arrecifes, poluphlosboio Thalasa, como dice Homero.
Con aquellos comerciantes o aquellos piratas, iban con frecuencia sacerdotes que les dirigían o les mandaban como dueños. Escondían ellos en sus barcas una imagen de madera ele una divinidad cualquiera. La imagen estaba sin duda groseramente tallada, y los marineros de entonces tenían por ella el mismo fetichismo que muchos de nuestros marinos tienen por su madona. Pero aquellos sacerdotes no dejaban de estar en posesión de ciertas ciencias, y la divinidad que llevaban de su templo a un país extranjero representaba para ellos una concepción de la naturaleza, un conjunto de leyes, una organización civil y religiosa. Porque en aquellos tiempos toda la vida intelectual descendía de los santuarios. Se adoraba a Juno en Argos; a Artemis en Arcadia; a Paphos en Corinto; la Astarté fenicia se había convertido en la Afrodita nacida de la espuma de las olas. Varios iniciadores habían aparecido en el Atica. Una colonia egipcia había llevado a Eleusis el culto de Isis bajo la forma de Deméter (Ceres), madre de los Dioses. Erechtea había establecido entre el monte Hymeto y el Pentélico el culto de una diosa virgen, hija del cielo azul, amiga del olivo y de la sabiduría. Durante las invasiones, a la primera señal de alarma, la población se refugiaba en el Acrópolis y se agrupaba alrededor de la diosa como alrededor de una viviente victoria.
Sobre las divinidades locales reinaban algunos dioses masculinos y cosmogónicos. Pero relegados a las altas montañas, eclipsados por el cortejo brillante de las divinidades femeninas, tenían poca influencia. El Dios solar, Apolo délfico, (Según la antigua tradición de los Tracios, la poesía había sido inventada por Olen. Este nombre quiere decir en fenicio el Ser universal. Apolo tiene la misma raíz. Ap Olen o Ap Wholón significa Padre universal. Primtivamente se adoraba en Delfos al Ser universal bajo el nombre de Olen. El culto de Apolo fue introducido por un sacerdote innovador, bajo el impulso de la doctrina del verbo solar que recorría entonces los santuarios de la India y de Egipto. Este reformador identificó al Padre universal con su doble manifestación: la luz hiperfísica y el sol visible. Pero esta reforma no salió casi de las profundidades del santuario. Orfeo fue quien dio un poder nuevo al verbo solar de Apolo, reanimándolo y electrizándolo por medio de los misterios de Dionisos. (Véase Fabre d’Olivet: Les Vers dorés de Pythagore), existía ya, pero sólo jugaba un papel secundario y borroso. Había sacerdotes de Zeus el Altísimo al pie de las cimas nevadas del Ida, en las alturas de la Arcadia y bajo las encinas de Dodona. Pero el pueblo prefería al Dios misterioso y universal, las diosas que representaban a la naturaleza en sus potencias seductoras o terribles. Los ríos subterráneos de la Arcadia, las cavernas de las montañas que descienden hasta las entrañas de la tierra, las erupciones volcánicas en las islas del mar Egeo, habían llevado desde remotos tiempos a los griegos hacia el culto de las fuerzas misteriosas de la tierra. En sus alturas como en sus profundidades, la naturaleza era presentida, temida y venerada. Como todas aquellas divinidades no tenían centro social ni síntesis religiosa, se hacían entre sí una guerra encarnizada. Los templos enemigos, las ciudades rivales, los pueblos divididos por el rito, por la ambición de los sacerdotes y de los reyes, se odiaban, desconfiaban unos de otros y se combatían en sangrientas luchas.
Pero tras la Grecia estaba la
Tracia salvaje y ruda. Hacia el Norte, enfiladas de montañas cubiertas de
robles gigantescos y coronadas de peñascos, se seguián en grupos ondulantes, se
desarrollaban en circos enormes o se enmarañaban en macizos nudosos. Los
vientos del Septentrión desgastaban sus flancos y un cielo, con frecuencia
tempestuoso, barría sus cimas. Los pastores de los valles y los guerreros de
las llanuras pertenecían a la fuerte raza blanca, a la gran reserva de los
Dorios de Grecia. Raza varonil por excelencia, que se marca en la belleza por
la acentuación de los rasgos, la decisión del carácter, y en la fealdad, por lo
terrible y grandioso que se encuentra en la careta de las medusas y de las
antiguas Gorgonas.
Como todos los pueblos antiguos
que recibieron su organización de los Misterios, como Egipto, como Israel, como
la Etruria, Grecia tuvo su geografía sagrada, en que cada comarca venía a ser
el símbolo de una región puramente intelectual y supra terrena del espíritu.
¿Por qué la Tracia fue siempre considerada por los griegos como el país santo
por excelencia, el país de la luz y la verdadera patria de las Musas?.
(Thrakia, según Fabre d’Olivet, deriva del fenicio Rakhiwa, el espacio etéreo o
el firmamento. Lo que hay de cierto es que, para los poetas y los iniciados de
Grecia, como Píndaro, Esquilo o Platón, el nombre de la Tracia tenía un sentido
simbólico y significaba el país de la pura doctrina y de la poesía sagrada que
de ella procede. Esta palabra tenía, pues, para ellos un sentido filosófico e
histórico. — Filosóficamente, designaba una región intelectual: el conjunto de
las doctrinas y de las tradiciones que hacen proceder al mundo de una
inteligencia divina. — Históricamente, aquel nombre recordaba al país y la raza
donde la doctrina y la poesía dóricas, este vigoroso brote del antiguo espíritu
ario, habían aparecido al principio para florecer en seguida en Grecia por el
santuario de Apolo. — El uso de este género de simbolismo está probado por la
historia posterior. En Delfos había una clase de sacerdotes tracios. Eran los
guardianes de la alta doctrina. El tribunal de los Anfictiones estaba
antiguamente defendido por una guardia tracia, es decir, por una guardia de
guerreros iniciados. La tiranía de Esparta suprimió aquella falange
incorruptible y la reemplazó por los mercenarios de la fuerza bruta. Más tarde,
el verbo tracisar fue aplicado irónicamente a los devotos de la antigua
doctrina). Es porque aquellas altas montañas tenían los más antiguos santuarios
de Kronos, de Zeus y de Uranos. De allí habían descendido en ritmos eumólpicos
la Poesía, las Leyes y las Artes sagradas. Los poetas fabulosos de la Tracia
dan de ello fe. Los nombres de Thamyris, de Linos y de Amphión responden quizá
a personajes reales; pero ante todo personifican, según el lenguaje de los
templos, otros tantos géneros de poesía. Cada uno de ellos consagra la victoria
de una teología sobre otra. En los templos de entonces sólo alegóricamente se
escribía la historia. El individuo no era nada; la doctrina y la obra, todo.
Thamyris que cantó la guerra de los Titanes y fue cegado por las Musas, anuncia la derrota de la poesía cosmogónica por nuevas modas. Linos, que introdujo en Grecia los cantos melancólicos del Asía y fue muerto por Hércules, revela la invasión en Tracia de una poesía emocionante, desolada y voluptuosa, que rechazó al principio el viril espíritu de los Dorios del Norte. Significa al mismo tiempo la victoria de un culto lunar sobre un culto solar. Amfión, por el contrario, que según la leyenda alegórica movía las piedras con sus cantos y construía templos a los sones de su lira, representa la fuerza plástica que la doctrina solar y la poesía dórica ortooxa ejercieron sobre las artes y sobre toda la civilización helénica. (Estrabón asegura positivamente que la poesía antigua sólo era el lenguaje de la alegoría. Dionisio de Halicarnaso lo confirma y confiesa que los misterios de la naturaleza y las más sublimes concepciones de la moral han sido cubiertos con un velo. No es, pues, por metáfora por lo que la antigua poesía se llamó la Lengua de los Dioses. Ese sentido secreto y mágico, que constituye su fuerza y su encanto, está contenido en su nombre mismo. La mayor parte de los lingüistas han derivado la palabra poesía del verbo griego poiein, hacer, crear. Etimología simple y muy natural en apariencia, pero poco conforme a la lengua sagrada de los templos, de donde salió la poesía primitiva. Es más lógico admitir con Fabre d’Olivet que poiesis viene del fenicio phohe (boca, voz, lenguaje, discurso) y de ish (Ser superior, ser principio, o, en sentido figurado, Dios). El etrusco Aes o Aesa, el galo Aes, el escandinavo Ase, el concepto Os (Señor), el egipcio Osiris tienen la misma raíz).
Bien distinta es la luz con que
relumbra Orfeo. Brilla él a través de las edades con el rayo personal de un
genio creador, cuya alma vibra de amor, en sus viriles profundidades, por el
Eterno-Femenino — y en sus últimas profundidades le respondió ese Eterno-Femenino
que vive y palpita bajo una triple forma en la Naturaleza, en la Humanidad y en
el Cielo. La adoración de los santuarios, la tradición de los iniciados, el
grito de los poetas, la voz de los filósofos — y más que todo su obra, la
Grecia orgánica — atestiguan su viviente realidad.
En aquellos tiempos, la Tracia era presa de una lucha profunda, encarnizada. Los cultos solares y los cultos lunares se disputaban la supremacía. Esta guerra entre los adoradores del sol y de la luna, no era, como podría creerse, la fútil disputa de dos supersticiones. Estos dos cultos representaban dos teologías, dos cosmogonías, dos religiones y dos organizaciones sociales absolutamente opuestas. Los cultos uránicos y solares tenían sus templos en las alturas y las montañas; sacerdotes varones; leyes severas. Los cultos lunares reinaban en las selvas, en los valles profundos; tenían sacerdotisas-mujeres, ritos voluptuosos, la práctica desarreglada de las artes ocultas y el gusto de la orgía. Había guerra a muerte entre los sacerdotes del sol y las sacerdotisas de la luna. Lucha de sexos, lucha antigua, inevitable, abierta o escondida, pero eterna entre el principio masculino y el principio femenino entre el hombre y la mujer, que llena la historia con sus alternativas y en la que se juega el secreto de los mundos. Del mismo modo que la fusión perfecta del masculino y del femenino constituye la esencia misma y el misterio de la divinidad, así el equilibrio de estos dos principios puede únicamente producir las grandes civilizaciones.
En toda Tracia, como en Grecia,
los dioses masculinos, cosmogónicos y solares habían sido relegados a las altas
montañas, a los países desiertos. El pueblo les prefería el cortejo inquietante
de las divinidades femeninas que evocaba las pasiones peligrosas y las fuerzas
de la naturaleza. Estos últimos cultos atribuían a la divinidad suprema del
sexo femenino.
Espantosos abusos comenzaban a
resultar de este estado de cosas. — Entre los Tracios las sacerdotisas de la
luna o de la triple Hécate habían hecho acto de supremacía apropiándose el
viejo culto de Baco, dándole un carácter sangriento y temible. En signo de su
victoria, habían tomado el nombre de Bacantes, como para marcar su dominio, el
reino soberano de la mujer, su poder sobre el hombre.
Alternativamente magas, seductoras y sacrificadoras sangrientas de víctimas humanas, tenían su santuario en valles salvajes y recónditos. ¿Por qué sombrio encanto, por qué ardiente curiosidad hombres y mujeres eran atraídos hacia aquellas soledades de vegetación tropical y grandiosa?. Formas desnudas — danzas lascivas en el fondo de un bosque..., luego risas, un gran rito — y cien Bacantes se lanzaban sobre el profano que debía jurarles sumisión o perecer. Las Bacantes domesticaban panteras y leones, que hacían aparecer en sus fiestas. Por la noche, con serpientes enroscadas en los brazos, se prosternaban ante la triple Hécate; luego, en rondas frenéticas, evocaban a Baco subterráneo, de doble sexo y de cabeza de toro. Pero desgraciado del extranjero, desgraciado del sacerdote de Júpiter o de Apolo que fuera a espiarlas. Inmediatamente era descuartizado. (El Baco con cabeza de toro se vuelve a encontrar en el XXIX himno órfico. Es un recuerdo del antiguo culto que en ningún modo pertenece a la pura tradición de Orfeo. Porque éste depuró completamente y transfiguró el Baco popular en Dionisos celeste, símbolo del espíritu divino que evoluciona a través de todos los reinos de la naturaleza. — Cosa curiosa, volvemos a encontrar el Baco infernal de las Bacantes en el Satán de cabeza de toro que adoraban las brujas de la Edad Media en sus aquelarres nocturnos. Es el famoso Baphomet; la Iglesia, para desacreditar a los templarios, les acusó de pertenecer a la secta que le adoraba).
Las Bacantes primitivas fueron
pues las druidesas de Grecia. Muchos jefes tracios continuaban fieles a los
viejos cultos varoniles. Pero las Bacantes se habían insinuado entre algunos de
sus reyes que reunían a las costumbres bárbaras el lujo y los refinamientos del
Asia. Ellas les habían seducido por la voluptuosidad y dominado por el terror.
De este modo los Dioses habían dividido la Tracia en dos campos enemigos. Pero
los sacerdotes de Júpiter y de Apolo, sobre sus cimas desiertas, acompañados
por el rayo, eran impotentes contra Hécate, que vencía en los valles ardientes
y que desde sus profundidades comenzaba a amenazar a los altares de los hijos
de la luz.
En esta época había aparecido en
Tracia un hombre joven, de raza real y dotado de una seducción maravillosa. Se
decía que era hijo de una sacerdotisa ele Apolo. Su voz melodiosa tenía un
encanto extraño. Hablaba de los dioses en un ritmo nuevo y parecía inspirado.
Su blonda cabellera, orgullo de los Dorios, caía en ondas doradas sobre sus
hombros y la música que fluía de sus labios prestaba un contorno suave y triste
a las comisuras de su boca. Sus ojos, de un profundo azul, irradiaban fuerza,
dulzura y magia. Los feroces Tracios evitaban su mirada; pero las mujeres
versadas en el arte de los encantos decían que aquellos ojos mezclaban en su
filtro de azul las flechas del sol con las caricias de la luna. Las mismas
Bacantes, curiosas de su belleza, merodeaban con frecuencia a su alrededor como
panteras amorosas, y sonreían a sus palabras incomprensibles.
De repente, aquel joven, que llamaban el hijo de Apolo, desapareció. Se elijo que había muerto, descendiendo a los infiernos. Había huido secretamente a Samotracia, luego a Egipto, donde había pedido asilo a los sacerdotes de Memphis. Después de atravesar sus Misterios, volvió al cabo de veinte años bajo un nombre de iniciación que había conquistado por sus pruebas y recibido de sus maestros, como un signo de sumisión. Se llamaba ahora Orfeo o Arpha, (Palabra fenicia, compuesta de aur, luz, y de rophae, curación), lo que quiere decir: Aquel que cura por la luz.
El más viejo santuario de
Júpiter se elevaba entonces sobre el monte Kaukaión. En otro tiempo sus
hierofantes habían sido grandes pontífices. Desde la cumbre de aquella montaña,
al abrigo de un golpe de mano, habían reinado sobre toda la Tracia. Pero desde
que las divinidades de abajo habían dominado, sus adeptos eran escasos, su
templo estaba casi abandonado. Los sacerdotes del monte Kaukaión acogieron como
a un salvador al iniciado de Egipto. Por su ciencia y por su entusiasmo, Orfeo
arrastró tras sí a la mayor parte de los Tracios, transformó completamente el
culto de Baco y subyugó a las Vacantes. Pronto su influencia penetró en todos
los santuarios de Grecia. Él fue quien consagró la majestad de Zeus en Tracia,
la de Apolo en Delfos, donde instituyó las bases del tribunal de los
anfictiones que llegó a ser la unidad social de la Grecia. En fin: por la
creación de los misterios, formó el alma religiosa de su patria. Porque, en la
cumbre de la iniciación, fundió la religión de Zeus con la de Dionisos en un
pensamiento universal. Los iniciados recibían por sus enseñanzas la pura luz de
las verdades sublimes; y aquella luz llegaba al pueblo más templada, pero no
menos bienhechora, bajo el velo de la poesía y de fiestas encantadoras.
De este modo Orfeo había llegado a ser pontífice de Tracia, gran sacerdote del Zeus olímpico, y, para los iniciados, el revelador del Dionisos celeste.
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