Orfeo. II El templo de júpiter
Recopilación
exclusivamente sin fines de lucro para las Adicciones.
Edouard Schure – Los Grandes Iniciados
Orfeo.
II
El templo de júpiter
Cerca de las fuentes del Ebro se
eleva el monte Kaukaión. Espesas selvas de encinas le sirven de cintura. Un
círculo de rocas y de piedras ciclópeas le coronan. Hace millares de años que
aquel lugar es una montaña santa. Los Pelasgos, los Celtas, los Escitas y los
Getas, expulsándose unos a otros, han ido allí a adorar a sus Dioses diversos.
Pero, ¿No es siempre al mismo Dios a quien busca el hombre cuando sube tan
alto?. Sino, ¿Por que construirle tan penosamente una morada en la región del
rayo y de los vientos?.
Un templo de Júpiter se eleva
ahora en el centro del sagrado recinto, macizo, inabordable como una fortaleza.
A la entrada, un peristilo de cuatro columnas dóricas destaca sus fustes
enormes sobre un pórtico sombrío.
En el cenit el cielo está
sereno; pero la tormenta retumba aún sobre las montañas de la Tracia, que
desenvuelven a los lejos sus hondonadas y sus cimas, negro océano convulsionado
poderosamente por la tempestad y surcado de luz.
Es la hora de sacrificio. Los sacerdotes de Kaukión no hacen otro más que el del fuego. Ellos descienden los escalones del templo y encienden la ofrenda de madera aromática con una antorcha del santuario. El pontífice sale del templo. Vestido de lino blanco como los otros, va coronado de mirtos y de ciprés. Lleva un cetro de ébano con cabeza de marfil y una cintura de oro en la cual varios cristales incrustados lanzan fuegos sombríos, símbolos de una majestad misteriosa. Es Orfeo.
Llevaba él de la mano a su
discípulo, hijo de Delfos, que pálido, tembloroso y encantado, espera las
palabras del gran inspirado con el escalofrío de los misterios. Orfeo lo ve y
para calmar al novicio elegido de su corazón, pone dulcemente sus brazos sobre
sus hombros. Sus ojos sonríen; pero de repente resplandecen. Y mientras que a
sus pies los sacerdotes giran alrededor del altar y cantan el himno del fuego,
Orfeo, solemnemente, dice al novicio amado palabras de iniciación que caen en
el fondo de su corazón como un licor divino.
He aquí las palabras aladas de
Orfeo al joven discípulo:
“Repliégate hasta el fondo de ti
mismo para elevarte al principio de las cosas, a la grande Triada que
resplandece en el Éter inmaculado. Consume tu cuerpo por el fuego de tu
pensamiento; sal de la materia como la llama de la madera que ella devora.
Entonces tu espíritu se lanzará en el puro éter de las Causas eternas, como el
águila en el trono de Júpiter”.
“Voy a revelarte el secreto de
los mundos, el alma de la naturaleza, la esencia de Dios. Escucha por lo pronto
al gran arcano. Un solo ser reina en el cielo profundo y en el abismo de la
tierra, Zeus tonante, Zeus etéreo. Él es consejo profundo, el poderoso odio y
el amor delicioso. Él reina en la profundidad de la tierra y en las alturas del
cielo estrellado. Soplo de las cosas, fuego indómito, varón y hembra, un Rey,
un Poder, un Dios, un gran Maestro”.
“Júpiter es el Esposo y la
Esposa divina, Hombre y Mujer, Padre y Madre. De su matrimonio sagrado, de sus
eternos esponsales salen incesantemente el Fuego y el agua, la Tierra y el
Éter, la Noche y el Día, los fieros Titanes, los Dioses inmutables y la semilla
flotante de los hombres”.
“Los amores del Cielo y de la
Tierra no son conocidos de los profanos. Los misterios del Esposo y de la
Esposa sólo a los hombres divinos son revelados. Pero yo voy a declararte lo
que es verdadero. Hace un momento el trueno conmovía estas rocas, el rayo caía
en ellas como un fuego viviente, una llama movible; y los ecos de las montañas
retumbaban de gozo. Pero tú temblabas no sabiendo de dónde viene ese fuego ni a
dónde hiere. Es el fuego viril, simiente de Zeus, el fuego creador. Él sale del
corazón y del cerebro de Júpiter; se agita en todos los seres. Cuando cae el
rayo, él brota de su diestra. Pero nosotros, sus sacerdotes, sabemos su
esencia; nosotros evitamos y a veces dirigimos y desviamos sus dardos”.
“Y ahora, mira el firmamento. Ve
aquel círculo brillante de constelaciones sobre el cual está lanzada de banda
ligera de la vía láctea, polvo de soles y de mundos. Mira cómo flamea Orión,
chispan los Gemelos y resplandece la Lira. Es el cuerpo de la Esposa divina que
gira en un vértigo armonioso bajo los cantos del Esposo. Mira con los ojos del
espíritu, tú verás su cabeza, sus brazos extendidos y levantarás su velo
sembrado de estrellas”.
“Júpiter es el Esposo y la Esposa divina. He aquí el primer misterio”. “Pero ahora, hijo de Delfos, prepárate a la segunda iniciación.
¡Estremécete, llora, goza, adora!; porque tu espíritu va a sumergirse en la zona ardiente donde el gran Demiurgo hace la mezcla del alma y del mundo en la copa de la vida. Y saciando la sed en esta copa embriagadora, todos los seres olvidan la mansión divina y descienden al doloroso abismo de las generaciones”.
“Zeus es el gran Demiurgo.
Dionisos es su hijo, su verbo manifestado. Dionisos, espíritu radiante,
inteligencia viva, resplandecía en las mansiones de su padre, en el palacio del
Éter inmutable. Un día que contemplaba los abismos del cielo a través de las
constelaciones, vio reflejada en la azul profundidad su propia imagen que le
tendía los brazos. Pero la imagen huía, huía siempre y le atraía al fondo del
abismo. Por fin se encontró en un valle umbroso y perfumado, gozando de las
brisas voluptuosas que acariciaban su cuerpo. En una gruta vio a Perséfona.
Maia, la bella tejedora, tejía un velo, en el que se veían ondear las imágenes
de todos los seres. Ante la Virgen divina se detuvo mudo de admiración. En este
momento, los fieros Titanes, las libres Titánidas le vieron. Los primeros,
celosos de su belleza, las otras, llenas de un loco amor, se lanzaron sobre él
como los elementos furiosos y le despedazaron. Luego, habiéndose distribuido
sus miembros, los hicieron hervir en el agua y enterraron su corazón. Júpiter
aniquiló con sus rayos a los Titanes, y Minerva llevó al éter el corazón de
Dionisos, que allí se convirtió en un sol ardiente. Pero del humo del cuerpo de
Dionisos han salido las almas de los hombres que suben hacia el cielo. Cuando
las pálidas sombras se hayan unido al corazón flameante del Dios, se encenderán
como llamas y Dionisos entero resucitará más vivo y poderoso que nunca en las
alturas del Empíreo”.
“He aquí el misterio de la muerte de Dionisos. Ahora escucha el de su resurrección. Los hombres son la carne y la sangre de Dionisos; los hombres desgraciados son sus miembros esparcidos, que se buscan retorciéndose en el crimen y el odio, en el dolor y el amor, a través de millares de existencias. El color ígneo de la tierra, la sima de las fuerzas de abajo, les atrae siempre más hacia el abismo, les desgarra más y más. Pero nosotros los iniciados, nosotros que sabemos lo que hay arriba y lo que está abajo, somos los salvadores de las almas, los Hermes de los hombres. Como imanes les atraemos, atraídos nosotros por los Dioses. De este modo, por celestes encantamientos reconstituimos el cuerpo viviente de la divinidad. Hacemos llorar al cielo y regocijamos a la tierra; y como preciosas joyas llevamos en nuestros corazones las lágrimas de todos los seres para cambiarlas en sonrisas. Dios muere en nosotros, en nosotros renace”.
Así habló Orfeo. El discípulo de
Delfos se arrodilló ante su maestro, levantando los brazos con el ademán de los
suplicantes. Y el pontífice de Júpiter extendió la mano sobre su cabeza,
pronunciando estas palabras de consagración:
“Que Zeus inefable y Dionisos
tres veces revelador, en los infiernos, en la tierra y en el cielo, sea
propicio a tu juventud y que vierta en tu corazón la ciencia profunda de los
Dioses”.
Entonces, el Iniciado, dejando
el peristilo del templo, fue a echar styrax al fuego del altar e invocó tres
veces a Zeus tonante. Los sacerdotes giraron en un círculo a su alrededor
cantando un himno. El pontífice-rey había quedado pensativo bajo el pórtico, el
brazo apoyado sobre una estela. El discípulo volvió a él.
— Melodioso Orfeo — dijo —, hijo amado de los Inmortales y
dulce médico de las almas: desde el día que te oí cantar los himnos de los
Dioses en la fiesta del Apolo délfico, has encantado mi corazón y te he seguido
siempre. Tus cantos son como un licor embriagador, tus enseñanzas como un
amargo brebaje que alivia el cuerpo fatigado y reparte en sus miembros una
fuerza nueva.
— Áspero es el camino que conduce desde aquí a los Dioses —
dijo Orfeo, que parecía responder a voces internas, más bien que a su discípulo
— Una florida senda, una pendiente escarpada y después rocas frecuentadas por
el rayo con el espacio inmenso alrededor: he aquí el destino del Vidente y el
Profeta sobre la tierra. Hijo mío, quédate en los senderos floridos de la vasta
llanura y no busques más allá.
— Mi sed aumenta a medida que tú quieres calmarla — dijo el
joven Iniciado —. Me has instruido en lo que respecta a la esencia de los
Dioses. Pero dime, gran maestro de los misterios, inspirado del divino Eros,
¿Podré verlos alguna vez?.
— Con los ojos del espíritu — dijo el pontífice de Júpiter —,
pero no con los del cuerpo. Tú, aún no sabes ver más con estos últimos. Preciso
es un gran trabajo y grandes dolores para abrir los ojos internos.
— Tú sabes abrirlos, Orfeo. Contigo ¿Qué puedo temer?.
— ¿Lo quieres?. ¡Escucha pues!. En Tesalia, en el valle
encantado de Tempé se eleva un templo místico, cerrado a los profanos. Allí es
donde Dionisos se manifiesta a los novicios y a los videntes. Para dentro de un
año te invito a su fiesta, y sumergiéndote en un sueño mágico, abriré tus ojos
sobre el mundo divino. Sea hasta entonces casta tu vida y blanca tu alma. Pues,
sábelo, la luz de los Dioses espanta a los débiles y mata a los profanadores.
“Mas ven a mi morada. Te daré el libro necesario a tu preparación”.
El Maestro entró con el
discípulo délfico en el interior del templo y le condujo a la gran sala que le
estaba reservada. Allí ardía una lámpara egipcia siempre encendida, que
sostenía un genio alado de metal forjado. Allí estaban, encerrados, en cofres de
cedro perfumado, numerosos rollos de papiros cubiertos de jeroglíficos egipcios
y caracteres fenicios, así como también los libros escritos en lengua griega
por Orfeo y que contenían su ciencia mágica y su doctrina secreta. (Entre los
numerosos libros perdidos que los escritores órficos de Grecia atribuían a
Orfeo, había los Argonáuticos, que trataban de la grande obra hermética; una
Demetreida, un poema sobre la madre de los Dioses al que correspondía una
Cosmogonía; los cantos sagrados de Baco o el Espíritu puro, que tenían por
complemento una Teogonía; sin hablar de otras obras como el Velo o la red de
las almas, el arte de los misterios de los ritos; el libro de las mutaciones,
química y alquimia; los Corybantos, o los misterios terrestres, y los temblores
de tierra; la anomoscopía, ciencia de la atmósfera; una botánica natural y
mágica, etc., etc).
El maestro y el discípulo se entretuvieron en la sala durante una parte de la noche.
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