Orfeo. III Fiesta dionisiaca en el valle de Tempé

 Recopilación exclusivamente sin fines de lucro para las Adicciones.
Edouard Schure – Los Grandes Iniciados
Orfeo.

III

Fiesta dionisiaca en el valle de Tempé

(Pausanias cuenta que todos los años una teoría iba desde Delfos al valle de Tempe, para coger el laurel sagrado. Esta usanza significativa recordaba a los discípulos de Apolo su relación con las iniciaciones órficas y que la inspiración primera de Orfeo era el tronco antiguó y vigoroso, del que el templo de Delfos cogía las ramas siempre jóvenes y vivas. Esta fusión entre la tradición de Apolo y la tradición de Orfeo se señala de otro modo en la historia de los templos. En efecto, la célebre disputa entre Apolo y Baco por el trípode del templo no tiene otro sentido. Baco, dice la leyenda, cedió el trípode a su hermano y se retiró al Parnaso. Esto quiere decir que Dionisos y la iniciación órfica quedaron como privilegio de los iniciados, mientras que Apolo daba sus oráculos al exterior).

Estamos en Tesalia, en el fresco valle de Tempé. Había llegado la noche santa consagrada por Orfeo a los misterios de Dionisos. Guiado por uno de los servidores del templo, el discípulo de Delfos marchaba por un desfiladero estrecho y profundo, bordeado por rocas a pico. En la noche sólo se oía el murmullo del río que fluía entre sus verdes orillas. Por fin, la luna llena se mostró tras una montaña. Su disco amarillento salió entre las rocas sumidas en la oscuridad. Su luz sutil y magnética se difundió en las profundidades; y de repente, el valle encantado apareció en una claridad paradisíaca. Por un momento se reveló por completo con sus hondonadas cubiertas de césped, sus quecillos de fresnos y de álamos, sus cristalinos manantiales, sus grutas veladas por hiedras colgantes y su río sinuoso rodeando islotes de árboles o corriendo bajo bóvedas de ramaje. Un vapor amarillento, un sueño voluptuoso envolvía a las plantas. Suspiros de ninfas parecían hacer palpitar el espejo de las fuentes y vagos sonidos de flautas se escapaban de los rosales inmóviles. Sobre todas las cosas se cernía el silencioso encanto de Diana.

El discípulo de Delfos caminaba como en un ensueño. A veces se detenía para respirar el delicioso perfume de la madreselva y del laurel. Pero la mágica claridad sólo duró su instante. La luna quedó cubierta por una nube. Todo se volvió negro; las rocas tomaron de nuevo sus formas amenazadoras; y luces errantes brillaron por todas partes bajo la espesura de los árboles, a la orilla del río y en las profundidades del valle.

— Son los mistos que se ponen en camino — dijo el anciano guía del templo —. Cada cortejo tiene su guía porta antorcha. Vamos a seguirles.

Los viajeros encontraron coros que salían de los bosques y se ponían en marcha. Primero vieron pasar a los mistos del Baco joven, adolescentes vestidos con largas túnicas de finísimo lino y coronados de hiedra. Llevaban copas de madera tallada, símbolo de la copa de la vida. Luego llegaron hombres jóvenes, robustos y vigorosos. Eran los devotos de Hércules luchador; llevaban cortas túnicas, piernas desnudas, cubiertas las espaldas por una piel de león y coronas de olivo sobre su cabeza. Después vinieron los inspirados, los mistos de Baco sacrificado, llevando alrededor del cuerpo una piel cebrada de pantera, cintas de púrpura en los cabellos y el tirso en mano.

Al pasar cerca de una caverna, vieron prosternados a los devotos de Aedón y de Eros subterráneo. Eran hombres que lloraban a parientes o amigos muertos y cantaban en voz baja: “¡Aedón! ¡Aedón! Devuélvenos los seres que nos has arrebatado o haznos descender a tu reino”. El viento se abismaba en la caverna y parecía prolongarse bajo tierra con risas y sollozos fúnebres. De repente, un mysto se volvió hacia el discípulo de Delfos y le dijo: “Has franqueado el umbral de Aedón; no volverás a ver la luz de los vivos”. Otro, al pasar, le deslizó estas palabras al oído: “Sombra, a la sombra volverás; tú que vienes de la Noche, vuelve al Erebo”. Y se alejó corriendo. El discípulo de Delfos se sintió helado de espanto y murmuró a su guía: “¿Qué quiere decir esto?”. El servidor del templo pareció no haber oído y solamente dijo: “Es preciso pasar el puente. Nadie puede evitarlo”.

A poco atravesaron un puente de madera sobre el río Peneo.

        ¿De dónde vienen — dijo el neófito — esas voces lastimeras y esa lamentosa melopea?. ¿Quiénes forman esas largas filas de sombras blancas que marchan bajo los álamos?.

        Son mujeres que van a iniciarse en los misterios de Dionisos.

        ¿Sabes sus nombres?.

        Aquí nadie conoce el nombre de los demás, y cada uno olvida el suyo propio. Porque, del mismo modo que a la entrada del sagrado recinto los devotos dejan sus vestiduras sucias para bañarse en el río y vestirse con limpias ropas de lino, así también cada uno deja su nombre para tomar otro. Durante siete noches y siete días es preciso transformarse, pasar a otra vida. Mira esas multitudes de mujeres. No están agrupadas por familias o patria, sino por el Dios que las inspira.

Vieron desfilar jóvenes coronadas de narcisos, con peplos azulados, que el guía llamaba las ninfas compañeras de Perséfona. Llevaban castamente en sus brazos, cofrecillos, urnas, vasos votivos. Luego venían, con peplos rojos, las amantes místicas, las esposas ardientes y buscadoras de Afrodita, que se internaron en un bosque sombrío; de allí oyeron salir apremiantes voces de llamadas mezcladas con lánguidos sollozos, que poco a poco se amortiguaron. Luego un coro apasionado se elevó del oscuro bosquecillo, y subió al cielo en palpitaciones lentas: “¡Eros, nos has herido!. ¡Afrodita, has quebrado nuestros miembros!. Hemos cubierto nuestro seno con la piel del cervatillo, pero en nuestros pechos llevamos la púrpura sangrienta de nuestras heridas. Nuestro corazón es un brasero devorador. Otras mueren en la pobreza; el amor nos consume.  Devóranos,  ¡Eros!,  ¡Eros!;  ¡Eros!,  o  libértanos,  ¡Dionisos!,

¡Dionisos!”.

Otro grupo avanzó. Aquellas mujeres iban por completo vestidas de lana negra con largos velos, que arrastraban tras ellas, y todas profundamente afligidas por algún pesar. El guía dijo que eran las desconsoladas de Perséfona. En aquel lugar se encontraba un gran mausoleo de mármol cubierto de hiedra. Se arrodillaron ellas a su alrededor, deshicieron sus tocados y lanzaron grandes gritos. A la estrofa del deseo respondieron por la antiestrofa del dolor: “¡Perséfona, — decían —, has muerto, arrebatada por Aedón; has descendido al imperio de la muerte!. ¡Nosotras, que lloramos el bien amado, somos unas muertas en vida!. ¡Que no renazca el día!. ¡Que la tierra que te cubre, Oh gran Diosa, nos del sueño eterno, y que mi sombra vague abrazada a la sombra querida!. Escúchanos, ¡Perséfona!, ¡Perséfona!”.

Ante aquellas escenas extrañas, bajo el delirio contagioso de aquellos profundos dolores, el discípulo de Delfos se sintió invadido por mil sensaciones contrarias y atormentadoras. Le parecía que no era él mismo; los deseos, los pensamientos, las agonías de todos aquellos seres se habían convertido en sus agonías y deseos. Su alma se hacía pedazos para pasar a mil cuerpos. Una angustia mortal le penetraba. Ya no sabía si era un hombre o una sombra.

Entonces, un iniciado de elevada estatura que por allí pasaba, se detuvo y dijo: “¡Paz a las afligidas sombras!. Mujeres dolientes, ¡anhelad la luz de Dionisos!. ¡Orfeo os espera!”. Todas le rodearon en silencio, deshojando sus coronas de asfódelos, y él, con su tirso, les mostró el sendero. Las mujeres fueron a beber a una fuente vecina, con copas de madera. Las teorías se volvieron a formar y el cortejo continuó la marcha. Las jóvenes habían tomado la delantera. Cantaban un treno con este estribillo: “¡Agitad las adormideras!.

¡Bebed en la corriente del Leteo!. ¡Dadnos la flor deseada, y que florezca el narciso para nuestras hermanas!. ¡Perséfona!. ¡Perséfona!”.

El discípulo caminó mucho tiempo aún, acompañado por el guía. Atravesó praderas de asfódelos, y pasó bajo la sombra negra de los álamos de triste murmullo. Oyó canciones lúgubres que flotaban en el aire y venían sin saber de dónde. Vio, suspendidas a los árboles, horribles caretas y figuritas de cera figurando niños en pañales. Aquí y allá, las barcas atravesaban el río con gentes silenciosas como muertos. Por fin el valle se ensanchó, el cielo se fue iluminando sobre las altas cimas, y apareció la aurora. A lo lejos se divisaban las sombrías gargantas del monte Ossa, surcadas de abismos en que se amontonaban las rocas desplomadas. Más cerca, en medio de un anfiteatro de montañas, sobre una colina cubierta de bosque, brillaba el templo de Dionisos. El sol doraba ya las altas cimas. A medida que se aproximaron al templo, veían llegar de todas partes cortejos de devotos, multitudes de mujeres, grupos de iniciados. Estas gentes, graves en apariencias, mas agitadas interiormente por una tumultuosa esperanza, se reunieron al pie de la colina y subieron al santuario. Todos se saludaban como amigos, agitando los ramos y los tirsos. El guía había desaparecido, y el discípulo de Delfos se encontró, sin saber cómo, en un grupo de iniciados de brillantes cabellos adornados con coronas y cintas de colores diversos. Jamás los había visto, sin embargo creía reconocerlos por una reminiscencia llena de felicidad. Ellos también parecían esperarle, pues le saludaban como a un hermano y le felicitaban por su feliz llegada. Conducido por su grupo y como transportado sobre alas, subió hasta los más altos escalones del templo, cuando un rayo de luz deslumbradora entró en sus ojos. Era el sol naciente que lanzaba su primera flecha en el valle e inundaba con sus rayos brillantes aquella multitud de devotos e iniciados, agrupados en las escalinatas del templo y por toda la colina.

En seguida un coro entonó el peón. Las puertas de bronce del templo se abrieron por sí mismas y seguido del Hermes y del porta antorcha, apareció el profeta, el hierofante, Orfeo. El discípulo de Delfos le reconoció con un estremecimiento de alegría. Vestido de púrpura, con su lira de marfil y oro en la mano, Orfeo irradiaba una eterna juventud. Habló de este modo:

        ¡Paz a todos los que habéis llegado para renacer después de los terrestres dolores y que en este momento renacéis!. ¡Venid a ver la luz del templo, vosotros que de la noche salís, devotos, mujeres, iniciados!. Venid a regocijaros, vosotros que habéis sufrido; venid a reposar los que habéis luchado. El sol que evoco sobre vuestras cabezas y que va a brillar en vuestras almas, no es el sol de los mortales; es la pura luz de Dionisos, el gran sol de los iniciados. Venceréis por vuestros pasados sufrimientos, por el esfuerzo que aquí os trae, y si creéis en las palabras divinas, habéis vencido ya. Porque después del largo circuito de las existencias tenebrosas, saldréis por fin del círculo doloroso de las generaciones y os reconoceréis como un solo cuerpo, como una sola alma, en la luz de Dionisos.

“La divina brasa que nos guía en la tierra, en nosotros está; ella se convierte en antorcha del templo, estrella en el cielo. Así se difunde la luz de la Verdad. Escuchad como vibra la Lira de siete cuerdas, la Lira de Dios... Ella hace mover los mundos. ¡Escuchad bien!; que el sonido os atraviese... y las profundidades de los cielos se abrirán”.

“¡Auxilio de los débiles, consuelo de los que sufren, esperanza de todos!. Pero desdichados de los malvados, de los profanos, pues serán confundidos. Porque en el éxtasis de los Misterios, cada uno ve hasta el fondo del alma de los demás. ¡Los malvados se aterrorizan y los profanos mueren!”.

“Y ahora que Dionisos ha brillado sobre vosotros, invoco al Eros celeste y todopoderoso. Que ti esté en vuestros amores, en vuestros llantos y en vuestras alegrías. Amad; pues todo ama, los Demonios del abismo y los Dioses del Éter. Amad; pues todo ama. Pero amad la luz y no las tinieblas. Recordad el objeto de vuestro viaje. Cuando las almas vuelven a la luz, ellas llevan como asquerosas manchas, sobre su cuerpo sideral, todas las faltas de su vida... Y para borrarlas, es preciso que expíen y que vuelvan a la tierra... Pero los puros, los fuertes, marchan hacia el sol de Dionisos”.

“Y ahora, cantad el Evohé!”.

¡Evohé!, gritaron los heraldos en las cuatro esquinas del templo, ¡Evohé!, y los címbalos comenzaron a tocar. ¡Evohé!, respondió la entusiasta asamblea agolpada en las escaleras del santuario. El grito de Dionisos, el llamamiento sagrado al renacimiento, a la vida, retumbó en los valles repetidos por mil pechos, reforzado por los ecos de las montañas. Y los pastores de las gargantas salvajes del Ossa, que con sus rebaños se hallaban a lo largo de las altas selvas, cerca de las nubes, respondieron: ¡Evohé!.

(El grito Evohé!, que se pronunciaba en realidad: He-Vau-He, era la voz sagrada de todos los iniciados del Egipto, de Judea, de la Fenicia, del Asia Menor y de la Grecia. Las cuatro letras sagradas pronunciadas: Iod- He, Vau-He, representaban a Dios en su fusión eterna con la Naturaleza; ellas abarcaban la totalidad del Ser, el Universo viviente. Iod (Osiris) significaba la divinidad propiamente dicha, el intelecto creador, el Eterno Masculino que está en todo, en todo, en todas partes y sobre todo. He-Vau- He representaba el Eterno Femenino, Eva, Isis, la Naturaleza, bajo todas las formas visibles e invisibles, fecundadas por él. La más alta iniciación, la de las ciencias teogónicas y de las artes teúrgicas, correspondía a cada una de las letras Evé. Como Moisés, Orfeo reservó las ciencias que corresponden a la letra Iod (Jove, Zeus, Júpiter), y la idea de la unidad de Dios a los iniciados del primer grado, tratando de dar esta idea al pueblo por medio de la poesía, por las artes y sus vivientes símbolos. Por eso la palabra ¡Evohé! era abiertamente proclamada en las fiestas de Dionisos, en las que se admitía, además de los iniciados, a los simples aspirantes a los misterios).

(Aquí aparece toda la diferencia entre la obra de Moisés y la de Orfeo. Ambas parten de la iniciación egipcia y poseen la misma verdad, pero, la aplican en opuesto sentido. Moisés, ásperamente, celosamente, glorifica al Padre, al Dios masculino, confía su custodia a un sacerdocio cerrado, y somete al pueblo a una disciplina implacable, sin revelación. Orfeo, enamorado de un modo divino del Femenino eterno, de la Naturaleza, la glorifica en nombre de Dios que la penetra, y a quien quiere hacer surgir en la humanidad divina. Y he aquí por qué el grito de ¡Evohé! se convirtió en el grito sagrado por excelencia en todos los misterios de Grecia).

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