Orfeo. IV Evocación
Recopilación exclusivamente sin fines de lucro para las Adicciones.
Edouard Schure – Los Grandes Iniciados
Orfeo.
IV
Evocación
La fiesta había huido como un
sueño; había llegado la noche. Las danzas, los cánticos y las plegarias, se
habían desvanecido en una niebla de rocío. Orfeo y su discípulo descendieron
por una galería subterránea a la cripta sagrada que se prolongaba en el corazón
de la montaña, y de la cual únicamente el hierofante conocía la entrada. Allí
era donde el inspirado de los Dioses se dedicaba a sus solitarias meditaciones,
o perseguía con sus adeptos la realización de las altas obras de la magia y de
la teúrgia.
A su alrededor se extendía un
espacio vasto y cavernoso. Dos antorchas plantadas en tierra, sólo iluminaban
vagamente los muros agrietados y las profundidades tenebrosas. A algunos pasos
de allí, una grieta negra se abría en el suelo; un viento cálido salía de ella,
y aquel abismo parecía descender a las entrañas de la tierra. Un pequeño altar,
donde ardía un fuego de laurel seco, y una esfinge de pórfido, guardaban sus
bordes. Muy lejos, a una altura inconmensurable, la caverna dejaba ver el cielo
estrellado por una hendidura oblicua. Aquel pálido rayo de luz azulado parecía
el ojo del firmamento sumergiéndose en aquel abismo.
— Has bebido en las fuentes de
la luz santa — dijo Orfeo —, has entrado con corazón puro en el seno de los
misterios. Ha llegado la hora solemne en que voy a hacerte penetrar hasta los
manantiales de la vida y de la luz. Los que no han levantado el espeso velo que
recubre a los ojos de los hombres las maravillas invisibles, no han llegado a
ser hijos de los Dioses.
“Escucha, pues, las verdades que es preciso callar a la multitud y que constituyen la fuerza de los santuarios”.
“Dios es uno y siempre semejante a sí mismo. Él reina en todas partes. Pero los Dioses son innumerables y diversos; porque la divinidad es eterna e infinita. Los más grandes son las almas de los astros. Soles, estrellas, tierras y lunas, cada astro tiene la suya, y todas han salido del fuego celeste de Zeus y de la luz primitiva. Semiconscientes, inaccesibles, incambiables, ellas rigen al gran todo de sus movimientos regulares. Más cada astro arrastra en su esfera etérea falanges de semidioses que fueron en otro tiempo hombres y que, después de haber descendido la escala de los reinos, han remontado gloriosamente los cielos para salir por fin del círculo de las generaciones. Por estos divinos espíritus Dios respira, obra, aparece; ¿Qué digo?: ellos son el soplo de su alma viviente, los rayos de su conciencia eterna. Ellos gobiernan a los ejércitos de los espíritus inferiores, que vigorizan a los elementos; ellos dirigen los mundos. De lejos, de cerca, ellos nos rodean, y aunque de esencia inmortal, revisten formas siempre cambiantes, según los pueblos, los tiempos y las regiones. El impío que los niega, los teme; el hombre piadoso, los adora sin conocerlos; el iniciado los conoce, los atrae y los ve. Si he luchado para encontrados, si he desafiado a la muerte, si, como se dice, he descendido a los infiernos, fue para dominar a los demonios del abismo, para atraer a los dioses de las alturas sobre mi Grecia amada, para que el cielo profundo se una con la tierra, y la tierra encantada escuche las voces divinas. La belleza celeste se encarnará en la carne de las mujeres, el fuego de Zeus circulará a través de la sangre de los héroes; y mucho antes de remontarse a los astros, los hijos de los Dioses resplandecerán como Inmortales”.
“¿Sabes lo que es la Lira de
Orfeo?. Es el sonido de los templos inspirados. Ellos tienen por cuerdas a
Dios. A su música, Grecia se armonizará como una lira, y el mármol mismo
cantará en brillantes cadencias, en celestes armonías”.
“Y ahora evocaré a mis Dioses,
para que te aparezcan vivos y te muestren, en una visión profética, el místico
himeneo que preparo al mundo y que verán los iniciados”.
“Acuéstate al abrigo de aquella
roca. Nada temas. Un sueño mágico va a cerrar tus párpados, temblarás al pronto
y verás cosas terribles; pero en seguida, una luz deliciosa, una felicidad
desconocida, inundará tus sentidos y tu ser”.
El discípulo se acostó en el
nicho excavado en la roca en forma de lecho. Orfeo lanzó algunos perfumes sobre
el fuego del altar. Luego cogió su cetro de ébano, provisto en el extremo de un
cristal flameante, se colocó cerca de la esfinge y, llamando con voz profunda,
comenzó la evocación:
“¡Cibeles !, ¡Cibeles!, Gran madre, óyeme. Luz original, llama ágil, etérea y siempre movible a través de los espacios, que contienes los ecos y las imágenes de todas las cosas. Yo llamo a tus corrientes fulgurantes de luz. ¡Oh alma universal, incubadora de los abismos, sembradora de soles, que dejas arrastrar en el Éter tu manto estrellado; luz sutil, oculta, invisible a los ojos de carne; gran madre de los Mundos y de los Dioses, tú que encierras los tipos eternos!. ¡Antigua Cibeles!. ¡A mí!. ¡A mí!... Por mi cetro mágico, por mi pacto con las Potencias, por el alma de Eurídice... Yo te evoco, Esposa multiforme, dócil y vibrante, bajo el fuego del Varón eterno. De lo más alto de los espacios, de lo más profundo de tus efluvios. Rodea al hijo de los Misterios con una muralla de diamante, y hazle ver en tu seno profundo los Espíritus del Abismo, de la Tierra y de los Cielos”.
A estas palabras, un trueno
subterráneo conmovió las profundidades del abismo, y toda la montaña tembló. Un
sudor frío heló el cuerpo del discípulo. Ya no veía a Orfeo más que a través de
una humareda creciente. Por un instante, trató de luchar contra un poder
formidable que le dominaba. Pero su cerebro quedó sumergido; su voluntad,
aniquilada. Tuvo las angustias de un ahogado que traga el agua a pleno pecho, y
cuya horrible convulsión termina en las tinieblas de la inconsciencia.
Cuando volvió al conocimiento, la noche reinaba a su alrededor; una noche mitigada por un semidía tortuoso, amarillento y de cieno. Miró largo tiempo sin ver nada. Por momentos sentía su piel rozada como por invisibles murciélagos. Por fin, vagamente creyó ver moverse en aquellas tinieblas formas monstruosas de centauros, de hidras, de gorgonas. Pero la primera cosa que divisó distintamente, fue una gran figura de mujer sentada sobre un trono. Estaba envuelta en un largo velo de fúnebres pliegues, sembrado de estrellas pálidas, y llevaba una corona de adormideras. Sus grandes ojos abiertos velaban inmóviles. Masas de sombras humanas se movían a su alrededor como pajarillos fatigados y murmuraban a media voz: “Reina de los muertos, alma de la tierra. ¡Oh Perséfona!. Nosotras somos hijas del cielo. ¿Por qué estamos sumidas en el reino de las sombras?. ¡Oh segadora del cielo!. ¿Por qué has cogido nuestras almas que volaban antes felices en la luz, entre sus hermanas, en los campos del éter?.
Perséfona respondió: “He cogido
el narciso, he entrado en el lecho nupcial. He bebido la muerte con la vida.
Como vosotras, yo gimo en las tinieblas.
— ¿Cuándo seremos libertadas? — dijeron las almas gimiendo.
— Cuando llegue mi esposo libertador — respondió Perséfona.
Entonces aparecieron mujeres
terribles. Sus ojos estaban inyectados de sangre, sus cabezas coronadas de
plantas venenosas. Alrededor de sus brazos, de sus talles medio desnudos, se
retorcían serpientes que manejaban a su guisa de fustas: “¡Almas, espectros,
larvas! — decían con voz silbante —, no creáis a la reina insensata de los
muertos. Somos las sacerdotisas de la vida, tenebrosas, siervas de los
elementos y de los monstruos de abajo, Bacantes en la tierra, Furias en el
Tártaro. Somos nosotras vuestras reinas eternas, almas infortunadas. No
saldréis del círculo maldito de las generaciones; nosotras os haremos entrar en
él con nuestros látigos. Torceos para siempre entre los anillos sibilantes de
nuestras serpientes, en los nudos del deseo, del odio y del remordimiento”. Y
se precipitaron, desgreñadas, sobre el rebaño de las almas asustadas, que se
pusieron a girar en los aires bajo sus latigazos como un torbellino de hojas secas,
lanzando grandes gemidos.
A esta vista, Perséfona palideció; parecía un fantasma lunar. Murmuró: “El cielo..., la luz..., los Dioses..., ¡un sueño!... Sueño, sueño eterno”. Su corona de adormideras se secó; sus ojos se cerraron con angustia. La reina de los muertos cayó en letargo sobre su trono, y luego todo desapareció en las tinieblas.
La visión cambió. El discípulo
de Delfos se vio en un valle espléndido y verdeante. El monte Olimpo en el
fondo. Ante un antro negro, dormitaba sobre un lecho de flores la bella
Perséfona. Una corona de narcisos reemplazaba en sus cabellos a la corona de
las adormideras fúnebres, y la aurora de una vida renaciente esparcía sobre sus
mejillas un tinte ambrosiaco. Sus trenzas negras caían sobre sus hombros de un
blanco brillante, y las rosas de su seno, suavemente elevadas, parecían llamar
los besos de los vientos. Las ninfas danzaban en una pradera. Pequeñas nubes
blancas viajaban por el azul del cielo. Una lira cantaba en un templo...
A su voz de oro, a sus ritmos
sagrados, el discípulo oyó la música íntima de las cosas. Porque de las hojas,
de las ondas, de las cavernas, salía una melodía incorpórea y tierna; y las
voces lejanas de las mujeres iniciadas que guiaban sus coros a las montañas,
llegaban a su oído en cadencias quebradas. Unas, desesperadas, llamaban al
Dios; las otras creían divisarlo al caer, medio muertas de fatiga, en el borde
de las selvas.
Por fin el cielo se abrió en el cenit para engendrar en su seno una nube brillante. Como un ave que un instante se cierne y luego cae a tierra, el Dios, con su tirso, bajó y vino a posarse ante Perséfona. Estaba radiante; sus cabellos sueltos; en sus ojos se insinuaba el delirio sagrado de los mundos por nacer. Por largo tiempo la contempló; luego extendió su tirso sobre ella. El tirso rozó su seno; ella sonrió. El tocó su frente; ella abrió los ojos, se levantó lentamente y miró a su esposo. Aquellos ojos, llenos aún del sueño del Erebo, brillaron como estrellas. “¿Me reconoces? —dijo el Dios —. ¡Oh Dionisos! — Dijo Perséfona —, Espíritu divino, Verbo de Júpiter, Luz celeste que resplandece bajo la forma humana..., cada vez que me despiertas, creo vivir por la vez primera, los mundos renacen en mi recuerdo; el pasado, el futuro, se vuelve el inmortal presente; y siento en mi corazón irradiar el Universo”.
Al mismo tiempo, sobre las
montañas, en un lindero de las nubes plateadas, aparecieron los Dioses curiosos
e inclinados hacia la tierra.
Abajo, grupos de hombres, de
mujeres y de niños salidos de los valles, de las cavernas, miraban a los
Inmortales en un embeleso celeste. Himnos inflamados subían de los templos con
oleadas de incienso. Entre la tierra y el cielo se preparaba uno de esos esponsales
que hacen concebir a las madres héroes y dioses. Ya un matiz rosáceo se había
difundido por el paisaje; ya la reina de los muertos, transformada en la divina
segadora, subía hacia el cielo arrebatada en los brazos de su esposo. Una nube
purpúrea los envolvió, y los labios de Dionisos se posaron sobre la boca de
Perséfona... Entonces, un inmenso grito de amor salió del cielo y de la tierra,
como si el estremecimiento sagrado de los Dioses, pasando sobre la gran lira,
quisiera desgarrar todas sus cuerdas, lanzar sus sonidos a todos los vientos.
Al mismo tiempo, brotó de la divina pareja una fulguración, un huracán de luz
cegadora... Y todo desapareció.
Por un momento, el discípulo de Orfeo se sintió como abismado en la fuente de todas las vidas, sumergido en el sol del Ser. Pero sumergido en su brasa incandescente, volvió a subir con sus alas celestes y, como relámpago, atravesó los mundos para alcanzar en los límites el sueño extático del Infinito.
Cuando volvió a sus sentidos
corporales, estaba sumido en la negra oscuridad. Una lira luminosa brillaba
sola en las tinieblas. Ella huía, huía, y se convirtió en estrella. Entonces,
únicamente, el discípulo vio de que estaba en la cripta de las evocaciones, y
que aquel punto luminoso era la hendidura lejana de la caverna abierta, hacia
el firmamento.
Una gran sombra estaba en pie
ante él. Reconoció a Orfeo en sus largos bucles y en el cristal flamígero de su
cetro.
— Hijo de Delfos, ¿de dónde vienes? — dijo el hierofante.
— ¡Oh maestro de los iniciados, celeste encantador, maravilloso
Orfeo!, he tenido un sueño divino. ¿Habrá sido un encanto, o un don de los
Dioses?.
¿Qué ha pasado?. ¿Ha cambiado el
mundo?. ¿Dónde estoy ahora?.
— Has conquistado la corona de la iniciación y has vivido en mi
sueño:
¡la Grecia inmortal!. Pero, salgamos de aquí; porque para que todo se cumpla es preciso que yo muera y que tú vivas.
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